De la Lacandona a la CPR-Salvador Fajardo: Los Desplazados Guatemaltecos Se Asentan

Clinica Salvador Fajardo

Hay CPR porque el ejército nos ha obligado a resistir. Trajimos restos de bombas y balas con las que quisieron matarnos (…). Ustedes saben que no somos guerrilleros, sino campesinos civiles; saben que han ametrallado nuestras champas, que las han quemado varias veces (…). Han bombardeado nuestras comunidades, han capturado miles de hermanos nuestros; también han ordenado a las patrullas civiles que no permitan nuestro comercio (…). La Constitución nos da derecho a resistir cuando ustedes se ponen sobre el poder civil, cuando nos persiguen, cuando nos capturan ilegalmente, cuando han envenenado nuestros ríos y nos han querido matar por hambre”.  – – Mensaje al Ejército de Guatemala” de las CPR.

A primera vista la CPR-Salvador Fajardo (Petén) parece como las demás comunidades de Guatemala. Algunas tienditas, una escuela y casas de tablas de madera, de dónde sale el perfume caliente de la leña quemada para cocinar.

En Salvador Fajardo, un espacio de humanidad recortado en una pequeña porción de selva petenera, viven unas cuatrocientas familias, originarias de Cobán, Santa Rosa, Alta Verapaz, Huehuetenango y Chimaltenango. Allí conocí a doña Elvira, que me ha contado el pasado suyo y de la comunidad, espejo de la situación de violencia extrema que Guatemala ha vivido hasta 1996.

El Estado guatemalteco se ha caracterizado siempre como autoritario y militarizado, maniobrado por las clases al poder para servir sus propios intereses. Paralelamente al incremento de la represión social, en los ’60 se formaron varios grupos guerrilleros, que en 1982 se unieron en la URNG (Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca).

La tensión entre guerrilla y ejército se intensificó entre ’78 y ’83, y la reacción contrainsurgente estuvo sin duda desproporcionada: fueron atroces las consecuencias de la “política de tierra arrasada” llevada adelante por el cuerpo especial de los Kaibiles, las PAC (Patrullas de Autodefensa Civil), y por varios grupos paramilitares.

Según la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, en Guatemala el saldo de muertos y desaparecidos durante el conflicto supera las 200.000 personas, entre ellas el 83% son indígenas mayas. En su informe, la Comisión escribe: “Gran parte de las violaciones de los derechos humanos fueron perpetradas con ensañamiento y de forma pública. […] El asesinato de niños y niñas indefensos, a quienes se dio muerte en muchas ocasiones golpeándolos contra paredes o tirándolos vivos a fosas sobre las cuales se lanzaron más tarde los cadáveres de los adultos; la amputación o extracción traumática de miembros; los empalamientos; el asesinato de personas quemadas vivas; la extracción de vísceras de víctimas todavía vivas en presencia de otras; la reclusión de personas ya mortalmente torturadas, manteniéndolas durante días en estado agónico; la abertura de los vientres de mujeres embarazadas. La crueldad extrema fue un recurso utilizado con intención para generar y mantener un clima de terror en la población. La vasta mayoría de las víctimas de las acciones del Estado no fueron combatientes de los grupos guerrilleros, sino civiles”.

Se estima que en Guatemala, al principio de los ’80, entre 500.000 y un millón y medio de personas fueron obligadas a huir de la violencia: entre ellas, alrededor de 150.000 se refugiaron en México, mientras las demás si vieron forzadas a desplazarse constantemente dentro del país. Algunas familias de desplazados internos formaron las CPR (Comunidades de Población en Resistencia): en Ixcán, en el altiplano del Quiché (CPR Sierra), y en el Petén. Estas se convirtieron en el objetivo prioritario de las operaciones militares del ejército.

La CPR-Petén se escondía en el enredo impenetrable que es la Selva Lacandona, en aquella franja de Guatemala que bordea la frontera oriental de Chiapas. Allí durante doce años ha vivido doña Elvira, desplazada del departamento de Santa Rosa, que ha tenido el placer de compartir conmigo el cuento de su experiencia en este lugar al que, en Salvador Fajardo, llaman “la montaña”.

En aquél tiempo las incursiones del ejército eran tan frecuentes que cada mañana las familias de la CPR-Petén empacaban las pocas cosas que tenían, para estar listas para huir en cualquier momento. “Siempre habían centinelas a los cuatro puntos – me ha contado doña Elvira -, la señal cuando llegaba el ejército era un disparo en el aire, era la señal de que había que agarrar maleta e irse. El ejército entraba seguido: a veces cada cuatro días, lo mucho cada mes. Cuando entraba teníamos que agarrar camino, que irnos a otro lugar entre las montañas, porque cuando llegaba en el campamento donde estábamos, si no nos daba tiempo de llevar las cosas, ellos destrozaban todo. Se hacía campamento en otro lugar, porque el ejército como ya sabía que allí ya habíamos estado, de repente volvían a regresar para ver si habíamos regresado, y por esto no se regresaba al mismo lugar”.

Doña Elvira me ha contado de las dificultades de aquellos años, del miedo continuo, la solidaridad de los compañeros y el hambre. Se comía lo que la selva regala: raíces, plantas y unas frutas. Algunos lograban entrar a México para conseguir un poquito de comida. “Un poquito limitado”, subraya doña Elvira. “A veces cuando los compañeros se iban a caminar hallaban milpas, y allí robaban un poquito de maíz para dar de comer a los niños, habían muchos niños en la montaña. Con el poquito de maíz que llevaban lo cocinábamos: se andaba llevando un molino, una olla y por allá lo molíamos. Se hacían unas pelotitas de masa envueltas en hojas, y cada quién su pelotita de masa en su mochila, y nos íbamos a ver donde la comíamos por allí. No se podía juntar fuego en el día, porque siempre andaba una avioneta por la montaña y si detectaba el humo tiraba bombas en el campamento. Así que se cocinaba de noche”.

Después de la última ofensiva, en 1992, los desplazados de la CPR-Petén entendieron que el ejército ya no habría llegado, y que tenían la posibilidad de asentarse en la Lacandona. Allá crearon cuatro comunidades: Fajardo, Esmeralda, Virgilio y Albeño, donde sembraron milpa y hortaliza. También decidieron presionar más al gobierno para que les entregara una finca, para salir de la selva y empezar una vida serena.

Ya a mediados de los ’80, la CPR-Petén había instituido una comisión para negociar con el gobierno de Ciudad del Guatemala: el presidente de entonces, Vinicio Cerezo, dijo que sólo eran un grupo de guerrilleros, y que no tenían ningún derecho a la tierra. Sin embargo, cuando en 1992 la misma comisión se dirigió al presidente Álvaro Arzú, éste inició los trámites para entregarles la finca Santa Rita.

Fue en 1998, después de los Acuerdos de Paz Firme y Duradera (1996), que en la finca Santa Rita la CPR-Petén fundó una comunidad en memoria de Salvador Fajardo, quien en los ’80, después de la enésima fuga en la selva, se ofreció para regresar al campamento a recoger las ollas que habían dejado. Cuando llegó al campamento, Fajardo descubrió que el ejército había pinchado todas las ollas menos una, que estaba en el centro de una fogata. La levantó y estalló en el aire, víctima de una mina colocada bajo la leña.

“Cuando veníamos por acá no traíamos nada, porque no teníamos nada que traer, pero estando aquí muchas organizaciones nos apoyaron”, me ha contado doña Elvira. “La única institución del gobierno que nos apoyó un poco fue FONAPAZ (Fondo Nacional Para la Paz): ellos nos apoyaron con la alimentación, pero fue muy poquito. Todo lo que tenemos se realizó gracias al apoyo de organizaciones internacionales: la escuela básica y la primaria, la clínica, la radio, la tienda. El gobierno no cumplió con lo prometido, lo único en que cumplió fue la perforación de un pozo mecánico para sacar el agua. Eso sí lo perforaron, compraron una bomba pero no nos sirvió: a los tres meses de estar aquí se quemó todo, y nos quedamos sin agua. La Municipalidad tampoco nos apoyaba, más bien decía que éramos guerrilleros, nos discriminaban”.

Muchos acusaron a los integrantes de las CPR de hacer parte de la UNRG, pero ellos siempre han contestado de ser sólo bases de apoyo de los guerrilleros, a los que garantizaban un lugar para descansar y comer. En cambio, la UNRG ofrecía un gran servicio a las CPR: “los guerrilleros nos defendieron, porque realmente si no hubiera estado la guerrilla, el ejército nos hubiera terminado. Ellos estaban al tanto, ellos sabían que había gente, que habían mujeres y niños, ancianos, gente indefensa pues. A veces cuando nos descuidaban, cuando se quitaban de allí alrededor, era cuando el ejército llegaba. Pero mientras ellos estaban al tanto, no nos pasaba nada”, me ha contado doña Elvira, una mujer muy especial.