La industria palmera guatemalteca deja a lugareños contemplando un futuro incierto

La creciente demanda mundial de aceite de palma amenaza con cambiar decisivamente la vida de la población en el norteño estado guatemalteco de Petén

Fuente: The Guardian

Entrar en la comunidad de Semochán implica un lento viaje por una carretera llena de baches. Por la ventana, líneas perfectas de árboles de palma, jóvenes y verdes, desplegándose interminablemente en el paulatino calor de la mañana.

Una docena de casas con piso de tierra conforma Semochán, una pequeña comunidad en el norteño estado guatemalteco de Petén. La población predominantemente constituida de indígenas Q’eqchi cosecha maíz y frijol en pequeñas parcelas de tierra de propiedad familiar. Pero, en la última década, el clima semi-tropical y el terreno plano de la zona ha atraído el interés de agricultores de palma. Con la esperanza de sacar provecho de la creciente demanda mundial de aceite de palma (utilizado principalmente en productos comerciales horneados, al igual para biocombustibles), se habrían comprado más de 20.000 hectáreas de tierras cultivables en la región.

“Nos han rodeado y ya no tenemos el derecho de cruzar en nuestra propia comunidad”, dice Sandra†, quien – desde que sus antiguos vecinos vendieron las parcelas separando la suya del pueblo en sí – tiene que cruzar una plantación de palma de aceite con el fin de llegar a la tierra que legalmente posee. Un acuerdo se ha alcanzado para permitir su acceso, pero ella teme que los trabajadores de las plantaciones, lejos de respetarlo, siguen intimidando a ella y a otras mujeres de la comunidad con amenazas de desalojo.

“Entraron en mi parcela, y me preguntaron: “¿Usted va a vender su tierra?’ Les dije que no lo haría. Me dijeron que un día, lo vas a ver, de todos modos, no lo vas a disfrutar. Así es como quedaron las cosas”, comentó.

Los habitantes de varios pueblos aledaños están preocupados por el futuro de sus tierras, y muchos temen que los efectos secundarios ambientales asociados a las plantaciones de palma se las hagan improductivas.

Santos Natalio Chic, investigador del Consejo Nacional de Desplazados de Guatemala [CONDEG], considera que – más allá de la intimidación – los representantes de la empresa han engañado intencionalmente a los residentes, ya sea afirmando que las inminentes inundaciones harán que sus tierras sean inútiles o proporcionando falsas garantías de empleo para toda la vida.

“Nunca cumplen sus promesas”, dice Chic. “Ellos nos dicen: ‘Esto llevará más desarrollo para las comunidades’, cuando en realidad, lo que significa es más pobreza”.

Chic ha escuchado cientos de casos de trabajadores locales pagados por debajo del sueldo mínimo nacional de 68 quetzales (unos $8,50) por día, y docenas de trabajadores siendo despedidos simplemente por exigir su sueldo completo. Chic señala que sin tierra para cultivar alimentos, es muy difícil para las familias sobrevivir con salarios tan bajos.

Varios residentes creen que esto es parte de una lenta y sutil estrategia para forzar la salida de la población local, proveyendo más tierras para las plantaciones de palma. Los trabajadores son traídos de otros estados para ocupar puestos de trabajo local, mientras que el acceso al agua, a los bosques y a los caminos está bloqueado o restringido.

El alcalde de Sayaxché, Rodrigo Pop, dice que de ir acorralando a las comunidades con tierras de palma no es casualidad. “Los terrenos han sido adquiridos estratégicamente por los compradores de la compañía. Han comprado selectivamente las parcelas, con el fin de rodear a las ciudades que cuentan con tierras”, afirmó Pop, agregando que esto pone presión sobre las comunidades.

El ex-ministro de economía guatemalteco Luis Velásquez, portavoz de las cinco empresas de palma que operan en la región, rechaza estas afirmaciones. Él no cree que las empresas correrían el riesgo de pagar un sueldo por debajo del salario mínimo, y dice que las personas tienen libertad para vender o mantener sus tierras como mejor les parezca.

Velásquez reconoce que algunas personas pueden arrepentirse de haber vendido sus tierras, pero se apresura a señalar que se firman contratos para cada pedazo de tierra. Varias familias afirman que, incapaz de producir una firma escrita, firmaron con una huella digital con el pulgar; pocos parecen haber recibido una copia del contrato resultante.

Velásquez dice que el verdadero éxito de la industria naciente queda en la creación – en una región donde más de la mitad de la población vive por debajo del umbral nacional de pobreza de alrededor de $3 por día – de 40.000 empleos directos en la plantación y de 40.000 empleos indirectos, apoyando las plantaciones en las comunidades. Esto, junto con una inversión de $2m en desarrollo local, significa que la industria palmera está haciendo una importante contribución a la economía de Guatemala, el tercer país más débil en América Latina.

“Si no fuera por las plantaciones de palma, la región sería propensa a la pobreza, violencia, hambre y droga”, dice Velásquez, refiriéndose a las regiones cercanas afectadas por una desnutrición crónica y por la violenta expansión hacia el sur de los cárteles de drogas de México.

Sin embargo, los residentes entrevistados para este informe fueron incapaces de discernir los resultados concretos obtenidos a nivel local por dichos fondos de desarrollo.

Alentados por una ola de protestas en plena primavera por los trabajadores y residentes locales, las empresas palmeras han abierto la discusión sobre mejorar las condiciones. Demandas para mejores salarios, desarrollo comunitario, sustentabilidad ambiental y acceso de los residentes a lo que queda disponible de tierra y de recursos encabezan la lista de prioridades. Todos las partes coinciden en que se han logrado medidas positivas, pero para algunos la necesidad de una resolución es apremiante.

Tanya†, una joven madre que vive en las afueras de El Canaleño, dice que su marido no dio motivos para ser despedido después de cuatro años de trabajo, presuntamente sin percibir sueldo completo. Pero ella cree que fue porque él pidió un tiempo para cosechar alimentos de la parcela de sus padres, una de las pocas que quedan en el pueblo.

“Las empresas no reconocen que el salario que se ofrece no es suficiente”, dijo. “Ellos tampoco reconocen que también tenemos el derecho de sembrar nuestra tierra para poder comer, porque no podemos darnos el lujo de comprar alimentos con el salario que nos están dando”.

Sin trabajo, y con poca tierra, Tanya dice que no está segura de cómo van a poder quedarse en su comunidad. Pero para gente como Sandra, de vuelta en Semochán, el camino a seguir esta más claro, pero sin embargo también difícil.

“Hemos sufrido para conseguir esta tierra”, dice ella. “Estoy completamente segura de que nunca voy a venderla, sin importar el precio que me ofrezcan. La tierra aquí pertenece a nuestros hijos, ellos son los herederos.”

Los nombres han sido cambiados para proteger la identidad de los entrevistados