El legado de Hugo Chávez

Fuente: The Nation

Conocí a Hugo Chávez en Nueva York en septiembre de 2006, justo después del famoso discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en que llamó “diablo” a George W. Bush. “Ayer estuvo el diablo aquí”, dijo Chávez, que a continuación se persignó—incluyendo  beso sobre el pulgar cruzando el índice de la mano derecha, como es costumbre entre algunos católicos—, juntó las dos manos en posición de orante y levantó los ojos al cielo. “¡Huele a azufre todavía, en esta mesa donde me ha tocado hablar!”. Clásico Chávez: una declaración estrafalaria, con el toque justo (¡ese olor a azufre!) como para distinguirse entre la soporífera retahíla de vacuas pomposidades diplomáticas. Y para, de paso, desviar la atención de todos bien lejos de Irán, que estaba en aprietos en ese momento.

La prensa, por supuesto, se indignó. Una cosa es que los enemigos de Estados Unidos en el Medio Oriente llamen Gran Satán a nuestro presidente, y otra muy distinta que sea un mandatario latinoamericano quien lo identifique con Belzebú. Y en suelo estadounidense, nada menos.

Pienso que lo que realmente le hizo ruido a muchos fue que Chávez estaba reclamando para sí un privilegio que por mucho tiempo había sido exclusividad de Estados Unidos: el privilegio de pintar a sus oponentes no como actores racionales sino como representaciones encarnadas del mal. Desde el argentino Juan Perón hasta el mismísimo Chávez, muchos líderes populistas latinoamericanos han cumplido el papel de villanos en la película que Estados Unidos gusta contarse una y otra vez a sí mismo para reafirmar la madurez de su electorado y la moderación de su cultura política.

Hay, como mucho, 11 prisioneros políticos en Venezuela, y eso si aceptamos la amplia definición que la oposición en ese país le da al término, que incluye a individuos que participaron del golpe de 2002 contra el gobierno de Chávez. Y, sin embargo, en Estados Unidos es de rutina comparar a Chávez con los peores asesinos de masas y dictadores de la Historia. Y no lo hace sólo la derecha: en un ensayo sobre el wunderkind venezolano y director de la Filarmónica de Los Ángeles Gustavo Dudamel, el crítico del New Yorker Alex Ross desnudaba sus escrúpulos acerca del financiamiento estatal del célebre programa de educación musical conocido como El Sistema: “También Stalin era un gran creyente en la música para el pueblo.”

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Hugo Chávez nació el 28 de julio de 1954 en el poblado rural de Sabaneta, estado de Barinas, el segundo de siete hijos de un matrimonio de ascendencia europea, indígena y afro-venezolana. En su excelente biografía Hugo!, Brian Jones describe el increíble ascenso del joven Chávez desde la extrema pobreza (sus padres lo enviaron a vivir con su abuela porque no tenían cómo alimentarlo) a partir de su ingreso al ejército. En sus filas se compenetró con posiciones políticas de izquierda, que en Venezuela son una mezcla de socialismo internacionalista y nacionalismo revolucionario al uso latinoamericano. La galería de sus modelos políticos abarcaba desde héroes célebres como Simón Bolívar hasta personajes menos conocidos como Ezequiel Zamora, un líder campesino del siglo XIX con el que el tatarabuelo de Chávez llegó a combatir. Nacido apenas unos días luego de que la CIA echara del poder al reformista guatemalteco Jacobo Arbenz, Hugo Chávez era un joven cadete cuando en septiembre de 1973 escuchó a Fidel Castro anunciar por radio que otro golpe apoyado por la CIA había derribado a otro líder latinoamericano, el chileno Salvador Allende.

Rica en recursos petroleros, a lo largo del siglo XX Venezuela disfrutó su propia clase de excepcionalismo, un sistema de alternancia política que evitaba los extremos del radicalismo de izquierdas y el anticomunismo homicida de derechas en los que muchos de los países vecinos estaban atrapados. En cierto modo, Venezuela fue la anti-Cuba. En 1958, las elites políticas venezolanas negociaron entre sí un acuerdo que bajo una formalidad democrática les permitió mantener el poder durante las cuatro décadas siguientes. Durante esos años, dos partidos ideológicamente similares se pasaron la presidencia de uno a otro (¿suena conocido?). El Departamento de Estado y sus aliados intelectuales condenaban a La Habana y celebraban a Caracas como el modelo a seguir. Samuel Huntington elogió a Venezuela como ejemplo de “democratización exitosa”, mientras que otro científico político de comienzos de los años 80 señalaba que Venezuela constituía “el único camino viable para el desarrollo de los países en desarrollo … un caso de manual para la implementación de políticas de progreso”

Ahora sabemos que esas instituciones estaban podridas de raíz. Cada uno de los pecados atribuidos a Chávez (falta de transparencia administrativa; marginalización de la oposición; nombramiento de jueces amigos; control de sindicatos, organizaciones profesionales y sociedad civil; corrupción y clientelismo subvencionado con recursos petroleros) florecieron también en un sistema que Estados Unidos pregonó como ejemplar.

A mediados de la década del 80, los precios del petróleo comenzaron a caer. Para entonces, Venezuela se había urbanizado de una manera desequilibrada: 16 de sus 19 millones de habitantes vivían en ciudades, más de la mitad de ellos bajo la línea de pobreza. En Caracas, barrios enteros de gente pobre sobrevivían penosamente sin servicios públicos esenciales como agua corriente y cloacas, lo que a su vez incentivaba el clientelismo y el favoritismo políticos. La chispa que encendió esa masa combustible se encendió en febrero de 1989, cuando un nuevo presidente [Carlos Andrés Pérez, que había sido ya presidente una década atrás], que había hecho campaña contra el Fondo Monetario Internacional viró en redondo y se sometió a sus dictámenes, anunciando un plan de eliminación de subsidios de alimentos y combustible, aumento de gasolina, privatización de industrias estatales y recortes en gastos de salud y la educación.

En respuesta a estas duras medidas, una ola de saqueos conocida como el Caracazo se extendió durante tres días por la capital del país. El Caracazo marcó el fin del excepcionalismo venezolano y el comienzo de la reacción hemisférica contra el neoliberalismo. Comprometidos como estaban en la defensa de una estructura de clases profundamente desigual, los partidos tradicionales, los sindicatos y las instituciones de gobierno demostraron ser completamente incapaces de restaurar la legitimidad del Estado en tiempos de austeridad.

Chávez emergió de esas ruinas, primero como protagonista del fallido golpe de 1992, que lo llevó a la cárcel y lo convirtió en héroe popular, y seis años más tarde como presidente electo con el 56 por ciento de los votos. Cuando en 1999 asumió la presidencia lo hizo como un tibio reformista que citaba a John Kenneth Galbraith y enarbolaba un vago programa anti-austeridad, pero que no tenía ningún poder real para reformar nada. El cariñoso apoyo de la mayoría de tez oscura tenía como contrapeso la rabia de la mayormente blanca elite económica y política del país. Pero con su programa maximalista (golpe apoyado por Estados Unidos, huelga petrolera que destruyó la economía nacional, una elección de recall y una campaña de propaganda oligárquica en comparación con la cual Fox News es PBS), a la oposición le salió el tiro por la culata.

Hacia 2005, Chávez había logrado ya superar la tormenta y estaba en control de la empresa nacional de petróleo, lo que le permitió embarcarse en un ambicioso programa de transformación doméstica e internacional: masivo gasto social de fronteras adentro y política de “equilibrio multipolar” hacia afuera. Esta política fue una variante de lo que Bolívar una vez llamó “equilibrio universal”, un intento por romper el histórico monopolio de poder detentado por Estados Unidos en América latina y de forzar a Washington a competir por la influencia regional con otras potencias.

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Durante los últimos 14 años, Chávez se sometió (y sometió a su agenda política) a 14 elecciones nacionales, de las cuales ganó 13, y por amplios márgenes. Estos comicios fueron descritos por Jimmy Carter como “los mejores del mundo”—una opinión respetable, considerando que el ex presidente lleva ya monitoreadas 92 elecciones. (Al fin y al cabo, no es tan difícil tener elecciones transparentes: los venezolanos votan con un toque de su dedo sobre una pantalla y reciben a cambio una constancia impresa que pueden corroborar y que luego depositan en una urna. Al final del día, la autoridad electoral realiza chequeos en estaciones de votación seleccionadas al azar, para constatar que los votos impresos y el registro electrónico coincidan entre sí.) Hay quienes dicen que este sistema no es democrático, que el control de recursos del Estado y de los medios de comunicación le otorgan a Chávez una ventaja injusta. Pero después de la última elección, que Chávez ganó con el mismo porcentaje de votos que obtuvo la primera vez y con un electorado mayor, sus mismos adversarios han tenido que reconocer, aún a regañadientes, que la mayoría de los venezolanos quiere a Chávez. Más aún, que lo adoran.

En lo que hace a Chávez, soy un idiota útil. Y lo soy porque las organizaciones venezolanas de base que merecen el mayor de mis respetos lo han apoyado y lo siguen apoyando.

Mi impresión es que el apoyo a Chávez está dividido en dos grupos más o menos iguales. Por un lado están aquellos que han visto mejorar sustancialmente su vida y la de sus familias como consecuencia del crecimiento de los servicios públicos de salud, educación, etc., y esto a pesar de los problemas reales del crimen, la corrupción, los cortes de energía y la inflación.

El otro grupo está compuesto por ciudadanos que pertenecen a algunas de las muchas organizaciones de bases que existen en el país. La base social del chavismo está compuesta por esa masa diversa, heterodoxa, de organizaciones que los científicos sociales de la década de 1990 denominaron “nuevos movimientos sociales” para diferenciarlas de los sindicatos y organizaciones rurales tradicionales, que estaban generalmente ligados de manera vertical y subordinada a partidos políticos o líderes populistas. Estos nuevos movimientos incluyen concejos barriales, feministas, organizaciones de derechos para gays y lesbianas, activistas de justicia económica, coaliciones ambientalistas, y sindicatos disidentes, entre muchos otros grupos. Han sido estas organizaciones, tanto en Venezuela como en el resto de la región, las que durante las últimas décadas llevaron a cabo el trabajo heroico de democratizar la sociedad, abriendo espacios en los cuales los ciudadanos pudieron sobrevivir a los rigores más extremos del neoliberalismo y pelear contra mayores expoliaciones, convirtiendo así a América latina en el último bastión global de la izquierda esclarecida.

Los detractores de Chávez ven a este sector movilizado de la sociedad de una manera simlar a la que Mitt Romney ve al 47 por ciento del electorado estadounidense—no como ciudadanos sino como parásitos, sanguijuelas que chupan la teta de los recursos petroleros del Estado. Los que aceptan que Chávez cuenta con la mayoría del apoyo popular, menosprecian ese apoyo al definirlo como un caso de embelesamiento emocional. Los votantes que ven reflejada su propia vulnerabilidad en su líder están como en trance, escribe un crítico. Otro habla del “realismo mágico” que Chávez ejerce sobre sus seguidores.

La siguiente historia debería servir para desmentir la idea de que los pobres de Venezuela votaron a Chávez porque se dejan fascinar por cualquier baratija que les pongan delante de los ojos. Durante la campaña presidencial de 2006, la principal propuesta de la oposición fue darle a 3 millones de pobres una tarjeta de crédito negra (por el color del petróleo) con la que cada persona podría retirar de una cuenta hasta $450 en efectivo al mes. Esto habría significado un drenaje de $16,000 millones del erario público (un ejemplo, digamos, de populismo neoliberal: darle a los pobres lo suficiente como para hacer quebrar al Estado y forzar así al desfinanciamiento de los servicios públicos.) Durante años, los académicos norteamericanos se han esforzado inútilmente en demostrar lo desastrosa que la riqueza petrolera es a larga para países como Venezuela, porque su abundancia crea un estado de ensoñación que transforma a la gente en espectadores pasivos. Al menos en el caso de esta elección, los venezolanos pudieron ver a través de esas falsas promesas, y Chávez ganó con el 62 por ciento de los votos.

Dejemos por un momento de lado la cuestión de si los programas de bienestar social del chavismo podrán sobrevivir la ausencia de su creador, o si las esperanzas izquierdistas de crear un nuevo tipo de sociedad a partir de la experiencia de las organizaciones de base se transformarán en realidad. La democracia participativa que durante estos 14 años ha tenido lugar en barrios, en lugares de trabajo y en el campo fue algo valioso en sí mismo, aún si no termina conduciendo a un mundo mejor.

Hay una gran cantidad de trabajos académicos producidos por intelectuales como Alejandro Velasco, Sujatha Fernandes, Naomi Schiller, George Ciccariello-Maher y otros, que afirman que miramos a la sociedad desde el punto de vista de estos movimientos de base, Venezuela es el país más democrático de las Américas. Un estudio concluyó que los chavistas poseen “concepciones liberales de democracia y normas pluralistas”, creen en métodos pacíficos de resolución de conflictos y se esfuerzan para que sus organizaciones funcionen con altos niveles de democracia “no jerárquica, horizontal”. Lo que los cientistas políticos critican como híper dependencia de un caudillo, los militantes venezolanos ven como una estrategia de apoyo mutuo, sin por ello dejar de tener una aguda consciencia de los límites y condicionamientos que este apoyo impone.

A lo largo de los años, una que otra persona de izquierdas se ha declarado “desilusionada” de Chávez, comparándolo de manera desvantajosa con algún modelo teórico o histórico. Es un bonapartista, dice uno. No es Allende, suspira la otra. Parafraseando al republicano radical Thaddeus Stevens en el film Lincoln, nada sorprende a estos críticos, y por tanto ellos nunca llegan a sorprendernos. Pero hay en el chavismo varias cosas sorprendentes, que se destacan en la historia de América latina.

En primer lugar, los militares de esta parte del mundo han trascendido generalmente como sádicos asesinos de derecha, muchos de ellos entrenados por Estados Unidos en sitios tales como la Escuela de las Américas. Sin duda, antes de Chávez las fuerzas armadas latinoamericanas habían producido un cierto número de militares anti-imperialistas y nacionalistas económicos, nombres como Perón en la Argentina, Arbenz en Guatemala, Torrijos en Panamá y Juan Francisco Velasco Alvarado, el general peruano que entre 1968 y 1975 mantuvo una alianza con Moscú. Pero cuando estos militares populistas no eran derrocados (Arbenz) o asesinados (¿Torrijos?), viraban inevitable y rápidamente a la derecha. Pocos años después de su triunfo en las elecciones de 1946, Perón le estaba dando con la cachiporra a los sindicatos, y en 1954 hasta llegó a celebrar la caída de Arbenz. En Perú, la fase de radicalismo militar duró sólo siete años. En contraste con todos ellos, Chávez se mantuvo 14 años en el poder, y nunca se volvió en contra de su base, ni la reprimió.

En segundo lugar, por años los científicos sociales han venido diciendo que regímenes con alta movilización popular como el de Venezuela se prestan fácilmente a la violencia de arriba, y que esos gobiernos sólo pueden sobrevivir mediante represión interna o guerra con el exterior. Al cabo de varios años de llamar a la oligarquía “escuálidos traidores”, el régimen venezolano ha logrado mantener un nivel asombrosamente bajo de represión política, muy inferior al de Nicaragua bajo los sandinistas o al de Cuba hoy día, sin mencionar a Estados Unidos.

La riqueza petrolera tiene mucho que ver con este excepcionalismo. Lo mismo ocurría durante la democracia elitista que existía antes de Chávez. ¿Y qué? Chávez ha hecho lo que un actor racional debe hacer en el orden neoliberal interestatal: ha usado la ventaja comparativa de su país (el petróleo) no sólo para financiar organizaciones sociales sino para darles una libertad y un poder sin precedentes.

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Chávez gobernó con mano dura. Llenó las cortes de jueces adictos, persiguió a la prensa corporativa, legisló por decreto y básicamente se deshizo de todo sistema efectivo de controles y contrapesos institucionales. Ahora permítanme que sea un poco perverso y que diga, en función de mi argumento, que el mayor problema que Venezuela enfrentó durante los años de Chávez no fue que éste haya sido un gobernante autoritario sino que no haya sido suficientemente autoritario. El problema no fue que hubiesa mucho control, sino que haya habido muy poco.

El chavismo llegó al poder a través del voto luego de colapso del establishment venezolano. Disfrutó de una abrumadora hegemonía retórica y electoral, pero no tuvo hegemonía administrativa. Tuvo por lo tanto que negociar con núcleos de poder dentro el ejército y de la burocracia estatal y aún con sectores de la vieja elite política que no estaban dispuestos a ceder sus privilegios y placeres ilícitos. Le llevó a Chávez cinco años obtener el control de las ganancias petroleras, y eso sólo después de una disputa que casi arruina al país.

Una vez que tuvo acceso al dinero, optó por no confrontar con esos bolsones de corrupción y poder. En lugar de hacer eso, Chávez creó instituciones paralelas, entre ellas las famosas misiones sociales, encargadas de proveer servicios de salud, educación y bienestar social a la población más necesitada. Esto fue la bendición y la maldición del chavismo, la pareja fuente de su fortaleza y su debilidad.

Antes de Chávez, la competencia por los recursos y el poder del Estado tenía lugar dentro de los estrechos límites de los dos partidos políticos de elite. Después de su primera elección, esa puja se trasladó al interior del “chavismo”. Más que una dictadura de partido único con una burocracia estatal intervencionista, el chavismo ha sido un movimiento más bien caótico y abierto, aunque mucho más inclusivo que el viejo duopolio. Está compuesto por al menos cinco corrientes diferenciadas: una nueva clase política bolivariana; partidarios de la izquierda tradicional; elites económicas; intereses militares; y los movimientos sociales antes mencionados. Los petrodólares le dieron a Chávez el lujo de poder actuar como un árbitro entre esas distintas tendencias, permitiéndole a cada una perseguir sus intereses (a veces, sin duda, ilícitos) y postergando las confrontaciones entre ellas.

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El punto más alto de la agenda internacional de Chávez fue su relación con el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, el líder latinoamericano al que la política exterior de Estados Unidos y los formadores de opinión trataron de pintar como el opuesto del venezolano. Chávez era temerario, Lula moderado. Chávez era confrontativo, Lula pragmático. Lula jamás aceptó este juego, y siempre defendió a Chávez y apoyó sus candidaturas.

Durante ocho largos años llevaron a cabo una suerte de parodia del Gordo y el Flaco, con Chávez haciendo el papel del bufón Laurel y Lula el del sensato Hardy. Pero cada uno dependía del otro y era consciente de esa dependencia. A menudo Chávez destacó la importancia de la elección de Lula a fines de 2002, que le dio su primer aliado real en una región todavía dominada por neoliberales. De la misma manera, el estilo confrontativo de Chávez hizo que el reformismo de Lula resultara más fácil de digerir fuera y dentro de Brasil. Wikileaks reveló la habilidad con la que los diplomáticos de Lula rechazaron amable y firmemente cada intento de la administración Bush para aislar a Chávez.

El mecanismo de esta rutina quedó expuesto durante la Cumbre de las Américas celebrada en 2005 en Argentina. Estados Unidos esperaba consolidar sus injustas ventajas económicas con un tratado de libre comercio continental. En la sala de reuniones, Lula sermoneaba a Bush sobre la hipocresía que era proteger a la agricultura corporativa norteamericana con subsidios y tarifas varios mientras se empujaba a América latina a abrir sus mercados. Al mismo tiempo, Chávez arengaba en un estadio a 40,000 manifestantes para “enterrar” el acuerdo de libre comercio. El tratado finalmente descarriló, y en los años siguientes Venezuela, Brasil y otros países de la región llevaron adelante una notable transformación de las relaciones hemisféricas. Una transformación que se ha acercado como nunca antes al ideal bolivariano de “equilibrio universal”.

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Como recordaba al comienzo de este artículo, me presentaron a Chávez en 2006, después del controvertido discurso de las Naciones Unidas. Fue durante un almuerzo íntimo en el consulado venezolano de Nueva York. El actor Danny Glover era uno de los invitados; él y Chávez discutían la posibilidad de producir una película sobre la vida de Toussaint L’Ouverture, el ex esclavo que lideró la revolución haitiana. Entre los comensales estaba también un amigo y activista del perdón de deuda de los países pobres. En ese tiempo, un grupo de naciones latinoamericanas había elevado una propuesta al Banco Interamericano de Desarrollo (BID) para que éste perdonara sus deudas, pero la propuesta se había estancado debido a la oposición de las burocracias de nivel intermedio de Argentina, México y Brasil. Mi amigo le pidió a Chávez que hablara con Lula y con el presidente de Argentina, Néstor Kirchner, otro de los líderes izquierdistas de la región, para que destrabaran las negociaciones.

Chávez hizo una serie preguntas muy atinadas, pero que desentonaban con el estilo del provocador que había ocupado el podio de las Naciones Unidas unas horas antes. ¿Porqué, preguntó, la administración Bush apoya este pedido? Mi amigo le explicó que había un grupo de funcionarios de ideología libertaria en el departamento del Tesoro que aunque no estaban del todo a favor, tampoco se opondrían al plan. “El BID les importa un pito”, explicó mi amigo. Chávez después preguntó porqué se oponían Brasil y la Argentina. Porque los representantes de esos países en el BID son funcionarios que están preocupados por la viabilidad del banco, y que temen que este perdón pueda sentar un peligroso antecedente, dijo mi amigo.

Más tarde supimos que Chávez había hablado con Lula y con Kirchner y que había logrado que apoyaran el plan. En noviembre de 2006, el BID anunció el perdón de una deuda de billones de dólares a Nicaragua, Guyana, Honduras y Bolivia (Haiti se sumaría más tarde a esta lista).

Así fue como el hombre que es comparado en Estados Unidos con Stalin sumó en silencio fuerzas con la administración del hombre a quien acababa de llamar Satán, con el noble objetivo de hacer un poco más fácil la vida de los más pobres de América.

Traducción al español por Claudio Iván Remeseira.