Bolivia – Del MNR a Evo Morales: disyunciones del Estado colonial

 

 

Fuente: www.soldepando.com

No está por demás reiterar el nexo perverso que exhibe el gobierno de Evo Morales con el Estado colonial del MNR de los años 1950, que propició una escalada de corrupción y relaciones prebendales con dirigentes del campesinado indígena. Hoy, todo ello forma parte de una memoria estatal de colonialismo interno que ya no se circunscribe a un partido, siendo patrimonio de la clase política y del sistema de partidos en su conjunto. Así, todo alarde de ruptura del MAS con el viejo modelo político hace aguas al contemplar esta versión remozada de la parodia revolucionaria, tan bien expresada en sus políticas culturales y desarrollistas, que son una repetición, en clave de farsa, del adusto y racional programa de desarrollo del MNR…

En los años 1930 un médico-escritor chuquisaqueño sintió una suerte de angustia nacionalista por la inminente desintegración de Bolivia. La “tragedia del Chaco”, las ambiciones petroleras de corporaciones e imperios, la rapiña oligárquica sobre tierras y recursos indígenas y la debilidad y venalidad del Estado lo llevaron a realizar atrevidas propuestas de geografía política: mucho antes de la guerra, planteó la urgente construcción de una carretera que conectaría la sede de gobierno con el remoto y abandonado territorio del Chaco boreal.

Ya en pleno conflicto bélico, se le ocurrió que la única forma de articular orgánicamente las tierras bajas con las tierras altas era reconociendo el papel articulador del territorio patrio que ejercía la Cordillera de los Andes, como fuente hídrica principal de las cuencas del oriente. Ni la “ruta diagonal” se llegó a construir jamás –con funestas consecuencias para la integridad del territorio boliviano– ni la idea de un “macizo boliviano” alcanzó a interpelar la conciencia de las élites regionales de oriente y occidente, aunque soldados cambas y collas juntaran sus sangres en el Chaco para fertilizar una patria que les seguiría siendo ajena.

La carretera que hoy se proyecta construir por el corazón del Territorio Indígena Parque Isiboro Sécure está en las antípodas de aquellas preocupaciones nacionales, encarnadas en la vida y obra de Jaime Mendoza, autor de las propuestas aludidas. Y este hecho es para mí un doloroso síntoma de la distancia que media entre aquel proyecto, destinado a articular fecundamente las mitades divorciadas del país, y este otro, marcado por la mala fe, el divisionismo y la entrega del país a intereses extranjeros. Divisionismo y negación que no sólo afectan a derechos indígenas fundamentales sino también a sentidas aspiraciones ciudadanas de soberanía frente a los intereses corporativos brasileros. Como todo síntoma nodal, éste hace parte de un síndrome: en este caso el de la enfermedad colonial que afecta al núcleo duro del Estado y a su estamento militar. Otro de cuyos síntomas es la singular alianza entre un líder cocalero que surgió de las trincheras de la lucha antiimperialista y sus verdugos de antaño.

Dos batallones ecológicos

En los años 1980, el líder en cuestión sufrió en carne propia la brecha entre las palabras y las cosas: fue perseguido con saña por los batallones “ecológicos” montados por la FELCN con el apoyo de la Drug Enforcement Administration de los Estados Unidos. Seguramente supo de la indignación y la impotencia, de ese sentimiento colectivo de frustración ante una “tarea conjunta” que se escudaba en los sagrados derechos de la madre tierra para ejercer su profesión depredadora y represiva.

¿Fue ese conocimiento íntimo y de primera mano del enemigo de entonces el que lo llevó a hacer suyas las mismas tácticas neutralizadoras y estrategias de encubrimiento discursivo? O es que el modelo venezolano adoptado por el Estado, bajo la égida de los mestizos acomplejados que rodean al presidente[1], hace parte del síndrome contagioso de colonización mental que el Estado instrumenta en los ocupantes del palacio quemado?

El hecho es que nuestros gobernantes parecen incapaces de pensar por sí mismos en los problemas nacionales y continúan replicando modelos de dudosa validez, propiciando políticas de “desarrollo” que sólo abren la brecha a intereses corporativos ajenos y adversos. Si antes se replicó los modelos desarrollistas impuestos desde el norte con la Alianza para el Progreso y USAID, hoy seguimos en las mismas intentando copiar lo que ocurre, para bien o para mal, en Venezuela o Brasil, muy a pesar de las diferencias culturales e históricas que nos separan de ambos países.

Tener a estos militares del lado del “proceso de cambio” implica graves y, hasta cierto punto, gratuitas concesiones programáticas y políticas. El ejemplo más banal es la degradación de la figura de Tupak Katari para utilizarla como emblema de los aviones del TAM o para bautizar el proyectado satélite que administrará la Fuerza Aérea Boliviana[2]. Algo más grave aún, la sistemática negativa estatal a desclasificar los documentos militares de tiempos de las dictaduras ha producido un síndrome de impunidad que está llegando a niveles de absoluto cinismo. Impune ha quedado la represión de Chaparina el 24 de septiembre pasado; impune es el trabajo de alianzas solapadas entre mafias militares y civiles vinculadas al tráfico de sustancias ilegales; impune la labor persecutoria contra los indígenas en resistencia y contra las personas solidarias con las luchas en defensa de la madre tierra.

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