El 31 de marzo puede ser un día importante para el futuro de América Latina, sobre todo desde el punto de vista simbólico. George W. Bush recibe al presidente Luiz Inacio Lula da Silva, el sindicalista en el que buena parte del continente depositó sus esperanzas de cambios cuando en enero de 2003 se ciñó la banda de presidente de Brasil.
Camp David es un lugar especial. Muy pocos presidentes del mundo son recibidos en la residencia presidencial de los Estados Unidos; apenas los personajes más destacados y en circunstancias ciertamente especiales. Allí se planificó el desembarco aliado en Normandía en la II Guerra Mundial; en la residencia se reunieron varias veces los presidentes Dwight Eisenhower y Nikita Kruschev para abordar problemas de la guerra fría y las relaciones entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Allí se planificó la invasión a Cuba en 1961. En septiembre de 1978 -tras doce días de negociaciones entre el presidente Anwar el-Sadat (Egipto) y el primer ministro Menachem Begin (Israel) con la mediación de Jimmy Carter en la residencia presidencial- se firmó la paz entre ambos países en lo que se conoce como los Acuerdos de Camp David.
Pocos lugares en el mundo tienen la resonancia de este pequeño espacio en las afueras de Washington. Allí estará Lula (nuestro Lula) conversando con Bush, rodeados por bucólicas colinas y bosques. La cita ya estaba fijada cuando Bush emprendió su reciente gira latinoamericana por Brasil, Uruguay, Colombia, Guatemala y México. Esa gira representó, ciertamente, una inflexión en las relaciones entre Estados Unidos y Brasil focalizadas por ahora en el etanol. Pero fue mucho más que eso: un anticipo de lo que puede venir, del clima instalado en la región que supone una inflexión de larga duración. Y eso va más allá de los acuerdos firmados o de los que pueden firmarse ahora en Camp David. Son señales, guiños, ademanes que tienen tanta importancia como los hechos duros y puros porque los anticipan, indican caminos.
Las actitudes de gobiernos de izquierda como el de Lula y el de Tabaré Vázquez hacia el gobierno de Bush, le están dando aire a las derechas del continente que cada vez piden más y están ahora en condiciones de tomarse la revancha del fracaso del ALCA en la Cumbre de Mar del Plata de noviembre de 2005. “Cualquier acuerdo bilateral con Estados Unidos reproduce, a su debida escala, el mismo contenido del ALCA: seguridad hemisférica y libre comercio”, señala Luis Fernando Novoa, sociólogo y miembro de ATTAC, en Correio da Cidadanía. Que es esa la orientación adoptada se desprende también de las afirmaciones del canciller brasileño, Celso Amorim, al indicar que “precisamos un acuedo Mercosur-Estados Unidos” en base a “acuerdos bilaterales tomando como modelo el del etanol”.
Tabaré Váquez fue en la misma dirección cuando le dijo a Bush que “apostamos a un proceso de integración abierta” y ahora defiende que “desde Tierra del Fuego hasta Alaska tiene que ser un solo continente”. Fuera de dudas, el espíritu de Mar del Plata quedó atrás y ahora estamos en un nuevo tiempo histórico. Cómo habrá de ser este tiempo, aún no lo sabemos, pero podemos estar seguros que la iniciativa está pasando de manos de los movimientos sociales y los gobiernos más antimperialistas de la región a las elites y a los gobiernos más proclives a pactar con Washington en base a un riguroso libre comercio.
Lo que podemos llamar la “primavera progresista” del continente tuvo algunos momentos significativos que vale la pena recordar. Por abajo, las insurrecciones populares bolivianas entre 2000 y 2005, el "argentinazo” de diciembre de 2001, el levantamiento indígena y popular ecuatoriano contra el TLC a comienzos de 2006, por mencionar apenas algunos hitos además de los contundentes triunfos electorales de las izquierdas en Venezuela, Ecuador, Uruguay, Brasil y Nicaragua. Por arriba, deben recordarse las afirmaciones que se hicieron en el “Consenso de Buenos Aires” entre Lula y Néstor Kirchner, en octubre de 2003, cuando afirmaron su “voluntad de intensificar la cooperación bilateral y regional para garantizar a todos los ciudadanos el pleno goce de sus derechos y libertades fundamentales, incluido el derecho al desarrollo, en un marco de libertad y justicia social”. O el NO rotundo al ALCA que los cinco países del Mercosur le espetaron a Bush en Mar del Plata.
Si los acuerdos a que están llegando ahora Brasil y Estados Unidos -además de los que afanosamente busca Uruguay con la superpotencia- son problemáticos en sí mismos porque aislan cada vez más a Venezuela y Cuba, debilitan los itinerarios que parecen buscar Bolivia y Ecuador, tienen el “valor agregado” de que pavimentan un nuevo ciclo de acumulación de capital en el que las multinacionales estadounidenses jugarán un papel destacado.
Es bueno decirlo con claridad: los que luchamos por cambios estamos a la defensiva. Y necesitamos tomar conciencia de la situación para actuar en consecuencia. Un buen camino es el que han empredido las centrales sindicales y movimientos populares de Brasil con su encuentro del pasado 25 de marzo en Sao Paulo. Un editorial de Correio da Cidadanía cree que “puede ser un marco histórico importante de una nueva fase de lucha popular”, ya que podrían abordarse algunas debilidades que pusieron a los movimientos a la defensiva “desde que Fernando Henrique Cardoso quebró la espina dorsal del sindicato de los petroleros, hace diez años”. Señala que nuestra lucha “continurá siendo de resistencia por mucho tiempo, porque las fuerzas de la burguesía son muy superiores”. Prueba de ello es que el segundo gobierno Lula presenta un gabinete considerablemente más a la derecha que el del primer gobierno. Síntoma de los nuevos tiempos: derechización arriba, reorganización y claridad abajo.