Mientras la historia de la catástrofe en Haití continúa desarrollándose, el centro de atención parece haberse alejado de la ayuda y de la tragedia en sí misma para enfocarse en la ayuda militar estadounidense. Médicos sin Fronteras y el director de la ayuda francesa se quejaron de que militares estadounidenses impidieron el avance de la misión de socorro. Muchos han notado que la prioridad de los militares pareciera ser la seguridad antes que el auxilio, lo que causó que la entrega de insumos médicos fuera pospuesta mientras las fuerzas armadas traían sus tropas e implementos.
Tanto las Naciones Unidas como Estados Unidos han aumentado la cantidad de tropas en el país hasta alcanzar altísimos niveles. El periódico británico The Telegraph informó que Estados Unidos tiene alrededor de 10.000 efectivos en el terreno y que se espera que las Naciones Unidas sumen entre 3.000 y 9.000 personas a la fuerza que ya tenían desplegada antes del sismo. Esta presencia militar puede deberse a varios factores: algunos sostienen que se han exagerado los problemas de seguridad y de violencia, debido al racismo histórico y a los prejuicios sobre la cultura haitiana; otros afirman que la llegada de fuerzas militares es beneficiosa y necesaria para mantener la paz. Y más aún, muchos han expresado que el aumento de la presencia militar extranjera constituye una ocupación y una continuación de la colonización y dominación estadounidense y foránea en la región.
Independientemente de lo que el aumento de tropas pueda significar, el hecho indudablemente marca una tendencia problemática en relación a los intentos de ayuda para el desarrollo: con frecuencia esa asistencia es ayuda militarizada.
Desde hace tiempo, la ayuda para el desarrollo ha sido acusada de imperialista, y con buenas motivos. El concepto de ayuda para el desarrollo realmente se cristalizó durante la Guerra Fría. Inquieto por las tentaciones del comunismo en países pobres y por mantener la hegemonía en el mundo subdesarrollado, Estados Unidos creó el concepto de ayuda externa. Para impedir que los países golpeados por la pobreza “cayeran presa” de la USSR o forjaran un camino político independiente, Estados Unidos aseguró la continuación de su querido sistema capitalista a través de la extensión de la ayuda a esos países.
Más allá de la función estatal de desarrollo, hasta las prácticas más benévolas incorporaron una serie de prejuicios claramente occidentales en relación a lo que hace valiosa a la vida y modernas a las personas. Con la esperanza de ayudar al mundo a alcanzar los niveles de confort que occidente había logrado, muchos idealistas dedicaron su vida a la meta del desarrollo. Aunque algunas de estas acciones pueden haber sido bien intencionadas, las mismas fueron (y frecuentemente son) indudablemente eurocéntricas y -en el caso de los programas gubernamentales- sirvieron como herramientas políticas. La ayuda era ofrecida como un incentivo para lograr cambios, dictados por Washington, en la política interna de un país.
Más recientemente, la ayuda ha pasado a ser un instrumento multilateral para imponer políticas neoliberales. Esto se evidencia en los requisitos exigidos por instituciones de ayuda como, por ejemplo, el Fondo Monetario Internacional. Los programas de ajuste estructural son impuestos como un mecanismo para la implementación de políticas neoliberales en los países que aceptan créditos internacionales. Claramente, por varias décadas, el Hemisferio Norte ha empleado el concepto de ayuda y la promesa de una vida como la nuestra como una forma de “ganar los corazones y las mentes,” o, al menos, para torcer los brazos hasta lograr un compromiso.
En la última década, sin embargo, el uso de la ayuda como arma política ha tomado una postura aún más peligrosa y abiertamente hegemónica. La tendencia hacia la militarización de la ayuda ha sido recibida con gran preocupación, pero a la vez con una amplia aceptación. Repentinamente, bajo este nuevo paradigma, los derechos humanos son utilizados para justificar guerras, mientras que la ayuda llega en forma de presencia militar. Esta inclinación está lejos de ser exclusiva para la coyuntura de Haití, que hasta ahora debe ser uno de los casos más suaves. Las violaciones a los derechos humanos fueron usadas para justificar la intervención de Estados Unidos en Yugoslavia/Kosovo, Iraq y Afganistán.
La ayuda militarizada y la ayuda como mecanismo de contraterrorismo puede encontrarse en países como Mali y en la región norte de Uganda. Las fuerzas armadas has sido enviadas para ayudar con tareas de rescate en Nueva Orleans y en Haití. En un esfuerzo por impulsar el apoyo popular, las acciones de los militares estadounidenses en Afganistán también han empezado a concentrarse en el concepto de ayuda. Mientras que en las justificaciones varían enormemente según el caso (desastres, narcotráfico, violaciones a los derechos humanos, etc.), todas resultan en la presencia militar como vehículo para cumplir las promesas de ayuda humanitaria y de protección de los derechos humanos.
Además de los interrogantes obvios que la militarización de la ayuda genera acerca de una posible situación de ocupación, este fenómeno es problemático por otras razones: suscita dudas sobre la importancia de la pericia profesional, las prioridades, los peligros y riesgos y los intentos de proporcionar asistencia.
Aunque no aprendamos ninguna otra cosa con el ejemplo de Haití, a esta altura debería ser obvio que el área de pericia profesional de los militares no es la ayuda humanitaria. Muchos sostienen que las fuerzas armadas pueden movilizarse más rápida y eficientemente que muchas otras organizaciones e instituciones. Esto es real para el caso de una guerra, pero no necesariamente cierto en casos donde se requiere de ayuda. Los militares conforman un grupo de individuos altamente capacitados, pero éstos individuos no son trabajadores humanitarios: están entrenados para ser capaces de matar a otros seres humanos. Este entrenamiento, aunque tenga algún componente caritativo, no desarrolla el tipo de pericia profesional necesaria para ser un buen especialista en desarrollo. A pesar de la gran necesidad existente y de lo bien que los especialistas en desarrollo conocen el terreno, nadie sugeriría que ellos ayudaran a combatir en una guerra y mucho menos que lideraran una batalla. Es igualmente ridículo pretender que personas entrenadas para matar lleven adelante trabajos de ayuda humanitaria.
Probablemente debido a que su entrenamiento se centra mayormente en el combate y no en los trabajos humanitarios, los militares tienden a perseguir prioridades claramente definidas. Estas prioridades no siempre son un buen presagio para las misiones humanitarias. Por ejemplo, Estados Unidos ha sido extensamente criticado porque durante las cruciales 72 horas posteriores al terremoto, las fuerzas armadas de ese país -que habían tomado control del aeropuerto- priorizaron vuelos militares y relegaron a aquellos que transportaban insumos médicos, doctores y socorristas. Luego de la andanada de condenas internacionales, aceptaron -al menos formalmente- dar precedencia a los vuelos de ayuda humanitaria. Estos hechos no fueron sólo consecuencia de la falta de pericia profesional en la administración de operaciones de rescate, sino que ocurrieron debido a que los militares ven como objetivo primordial la creación y el mantenimiento de una atmósfera de seguridad. Dado que su prioridad es la seguridad y no simplemente suministrar provisiones, con frecuencia no son muy buenos en la provisión de la ayuda. Además, cuando la ayuda demora en llegar se generan situaciones de violencia y de caos aún más graves.
Otra cuestión importante por la que muchas organizaciones humanitarias discrepan con la militarización de la ayuda es que se ve afectada su apariencia de neutralidad frente a poblaciones en conflicto. Esta crítica, aunque se basa en el falso supuesto de que una ONG puede ser neutral, señala el creciente peligro que la militarización de la ayuda ha causado. Para conseguir un desarrollo verdaderamente sostenible es imposible ser apolítico. El éxito de la ayuda humanitaria y del desarrollo puede ser alcanzado sólo por medio de un proceso de potenciación en el que los marginados enfrenten a los sistemas de poder que los han oprimido. La neutralidad política (en tanto implica que las estructuras de poder y los sistemas de dominación no son desafiados) no es una solución viable para las organizaciones que desean conseguir un desarrollo sostenible que cuestione las causas profundas de la marginación.
No obstante lo antedicho, es posible no tomar partido en casos de conflictos específicos. Las ONG pueden intentar permanecer ajenas a los desacuerdos a nivel local y a las disputas políticas oficiales. Pero cuando los militares, frecuentemente provenientes del mismo país que los trabajadores humanitarios, llegan para jugar un doble rol de guerreros y socorristas, es difícil que los trabajadores humanitarios puedan diferenciarse y diferenciar sus perspectivas políticas de las de sus compatriotas armados. Esto hace peligrar no solamente la seguridad de los trabajadores, sino también el éxito del proyecto humanitario en su conjunto.
La ayuda, especialmente la ayuda humanitaria en casos de catástrofes, no debería ser utilizada para introducir políticas económicas, ejercitar el poder militar o conseguir partidarios. Incluso si la ayuda suministrada por militares y gobiernos fuera enteramente altruista, el hecho continúa siendo que los militares no son expertos en ayuda humanitaria. No tienen las mismas prioridades que comparten los trabajadores humanitarios exitosos. La mera presencia militar a menudo pone en peligro los esfuerzos de socorro y de ayuda, las poblaciones civiles locales y las propias vidas de los trabajadores humanitarios, porque crea un ambiente de miedo y confusión. La ayuda nunca debería (ni siquiera en las apariencias) ser utilizada como un arma.
Durante las grandes tragedias muchos de nosotros deseamos suministrar ayuda. Pero a pesar de la situación de emergencia, debemos tener la voluntad de tomar el tiempo necesario para considerar las implicancias de nuestras acciones. En el caso de Haití, una historia de violencia, dominación y paternalismo es la gran culpable del casi inimaginable alcance del desastre. Es este momento de necesidad no debemos responder con más de lo mismo. Los esfuerzos de socorro y de ayuda del Hemisferio Norte no deben ser demostraciones de fuerza y de poder. Por el contrario, deben simplemente asistir a Haití mientras el país determina su propio futuro. Mientras los haitianos definen su propio renacimiento, los trabajadores humanitarios tienen que seguir su liderazgo y los militares tienen que volverse a su casa.
Jamie Way tiene una maestría en Ciencia Política y es el Coordinador de Investigación y Comunicaciones de la Alianza por una Justicia Global.
*Marcelo Virkel is a political scientist and translates documents form English to Spanish and vice versa. He specializes in current world affairs and human rights, and has completed translations of policy documents, organizational procedures, informative reports, news articles and websites. Marcelo collaborates with Upside Down World, a website focused on activism and politics in Latin America and with Peace Brigades International, a grassroots NGO that promotes nonviolence and protects human rights defenders through accompaniment and advocacy. E-mail: mvirkel@gmail.com
Marcelo Virkel es licenciado en ciencia política y traductor de documentos del inglés al castellano y viceversa. Se especializa en temas de actualidad y derechos humanos, y ha realizado traducciones de políticas y procedimientos de organizaciones, investigaciones, artículos periodísticos y sitios web. Marcelo colabora con Upside Down World, un sitio web sobre activismo y política en América Latina y con Brigadas Internacionales de Paz, una ONG internacional que promueve la no violencia y protege a defensores de derechos humanos por medio del acompañamiento y la incidencia política. E-mail: mvirkel@gmail.com