El último trabajo del sociólogo radical y escritor anticapitalista John Holloway, Crack Capitalism (Pluto Press 2010), continúa explorando los temas fundamentales de cómo combatir mejor el capitalismo y cambiar el mundo de un nuevo modo. Siguiendo el tema de su libro Cambiar el mundo sin tomar el poder: el significado de la revolución hoy, ampliamente leído y objeto de polémicos debates, Crack Capitalism explora una pregunta clave: ¿qué debe hacerse ahora? El periodista de Upside Down World Ramor Ryan dialoga con John Holloway en México sobre los movimientos sociales en América Latina y el siempre presente potencial para el cambio revolucionario.
Ramor Ryan: Su libro anterior, Cambiar el mundo sin tomar el poder: el significado de la revolución hoy, se convirtió rápidamente en uno de los textos fundamentales del nuevo entorno anticapitalista. En él, sostiene que la posibilidad de revolución no reside en la toma de los aparatos del estado, sino en actos diarios de rechazo pleno de la sociedad capitalista, y se pregunta cómo podemos reformular nuestra comprensión de la revolución como lucha contra el poder, no por el poder. En última instancia, afirma que hoy la revolución debe entenderse como una pregunta, no como una respuesta. ¿Cómo elabora esta tesis en su último trabajo, Crack Capitalism?
John Holloway: Para mi satisfacción, Cambiar el mundo desató un gran debate, tanto críticas horrorizadas como eufórico deleite. Pero la reacción que más me impactó fue la que planteó: “Genial, sabemos que tiene razón, no queremos tomar el poder, no queremos ingresar en la lógica sucia de los partidos políticos, pero entonces, ¿qué es lo que debemos hacer?” En mi nuevo libro propongo una respuesta: agrietar el capitalismo, crear grietas en el sistema de dominación capitalista de tantas maneras como sea posible, y dejar que se extiendan y se multipliquen y fluyan juntas. Por supuesto que se trata de una respuesta que es en realidad una pregunta: todavía la pregunta es cómo lo hacemos, y si esas grietas tienen alguna posibilidad de sobrevivir. Lo importante es mirar alrededor y observar dónde estamos, ver las millones y millones de maneras en las que las personas ya están creando grietas, apartándose de la lógica del capital y creando espacios o movimientos en los que prevalecen relaciones sociales de otro tipo. Los Zapatistas son el ejemplo más obvio, o el movimiento que surgió en Argentina en 2001 y 2002, o el MST en Brasil, pero existen millones de ejemplos de personas que simplemente caminan en la dirección opuesta, contra la corriente, de manera individual o colectiva. Tantas dignidades. Lo que el libro intenta hacer es pensar a partir de esas dignidades, pensar cómo podemos comprenderlas como punto de partida del cambio revolucionario.
RR: Usted se concentra en los movimientos sociales, no en los partidos o líderes políticos, como el lugar del que saldrán las respuestas al interrogante sobre cómo sería hoy una revolución. Ha afirmado que “En el corazón de los movimientos sociales de los últimos años, al menos en sus variantes más radicalizadas, hay un impulso que va contra la lógica de la sociedad capitalista”. ¿Podría ampliar esta idea, particularmente en lo que respecta a los movimientos sociales en América Latina?
JH: Sí, creo que hay un impulso casi universal y muy contradictorio contra la dinámica del capitalismo. El anticapitalismo es lo más común del mundo, aunque la gente no lo piensa exclusivamente en esos términos. El problema de los partidos políticos es que canalizan la ira anticapitalista en forma capitalista, la forma del estado. Creo que es importante darle a esta ira anticapitalista una forma de organización anticapitalista, una forma de organización que ayude a las personas a expresar su ira y sus deseos, que se base en el reconocimiento mutuo de la dignidad de las personas. Esa es una tradición de extrema importancia dentro del movimiento anticapitalista, desde la Comuna de París, los soviets en Rusia, los consejos anarquistas en España, las asambleas barriales en Argentina, los consejos comunales de los zapatistas con su lema “mandar obedeciendo”, los cabildos en Bolivia, y demás. Cuando la organización se vuelca hacia el estado, como en el caso de Bolivia o Venezuela o Cuba, no es que el camino revolucionario desaparezca pero es difícil mantener el impulso, por la simple razón de que el estado es una forma de organización que fue construida para subordinar el conflicto social a la dinámica del capital; es una forma de organización que separa a los líderes de los liderados y excluye a las personas. Puede que el estado sea la forma adecuada para producir el cambio en nombre del pueblo, pero no puede ser la forma organizativa de cambio por parte del pueblo, y eso es lo que exige un verdadero quiebre con el capitalismo.
RR: Usted nació en Irlanda, se crió en Escocia y ha vivido en América Latina durante los últimos 19 años. ¿Cómo impactó en su trabajo la experiencia de vivir en América Latina?
JH: Es difícil saberlo. Me mudé a México tres años antes del levantamiento zapatista, y creo que para mí, como para muchos otros, el levantamiento fue como un relámpago que puso las cosas en su lugar, que le dio nuevo sentido y fuerza a lo que yo ya había estado sintiendo y pensando. Fue el gran anuncio zapatista de que aquí había una nueva manera de organizarse contra el capitalismo, de hablar contra el capitalismo, una nueva gramática de la revolución anticapitalista. Y luego el “argentinazo” de 2001 y 2002 tuvo una enorme importancia por ser una especie de zapatismo urbano. También está, por supuesto, la interacción constante con colegas y estudiantes que se hallan inmersos en la lucha revolucionaria y en la búsqueda de nuevas formas de avanzar. A veces es horroroso, pero es siempre un lugar estimulante para vivir y pensar.
RR: Su trabajo ha generado un importante debate en América Latina, en particular, fastidió a los partidarios de los gobiernos de izquierda de la región (por ejemplo, Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia o el gobierno de El Salvador respaldado por el FMLN). Ellos sostienen que asumiendo el poder político están “cambiando el mundo” de manera más eficaz. ¿Cree que hay un conflicto de intereses entre los movimientos sociales y los partidos políticos? La victoria electoral de los partidos de izquierda, ¿está teniendo un impacto negativo en los movimientos sociales de base?
JH: Estoy totalmente a favor de la unión con las personas y de ir juntos mientras podamos. No creo en absoluto que debamos partir de definiciones y exclusiones, ni del “no vamos a trabajar con ellos porque son miembros de un partido político”. Los partidos de izquierda incluyen a todo tipo de personas que están allí porque tienen un deseo genuino de cambiar las cosas. Y en general (aunque no siempre), creo que es mejor que la izquierda gane las elecciones (prefiero a Chávez o Evo o Dilma, o Cristina Kirchner a las alternativas de derecha, y creo que aquí en México, AMLO hubiera sido menos desastroso que Calderón).
Ahora bien, esa no es nuestra política, no es de allí de donde vendrá el verdadero cambio anticapitalista. Hay demasiadas fuerzas que vuelven a llevar a los gobiernos a la lógica de la acumulación capitalista, y eso significa que sus intereses son opuestos a los nuestros. La realidad es que los gobiernos progresistas son gobiernos progresistas, y nosotros, por otro lado, somos la izquierda que no se atreve a pronunciar su nombre, pero debe hacerlo y está comenzando a hacerlo: somos la izquierda antiprogresista. Por supuesto, no quiere decir que estemos en contra del cambio ni de la emancipación de la creatividad social, sino que nos oponemos al Progreso destructivo que está en el corazón del capitalismo. Casi todas las grandes luchas de los últimos años, quizá en especial en América Latina, han sido en contra del Progreso: la extensión de la línea 12 del metro en la ciudad de México, la construcción de las papeleras en Uruguay, de los Wal-Mart en Cuernavaca y Puebla y en otros tantos lugares, la minería del litio en Bolivia, la destrucción del Amazonas en Perú, y demás. Los gobiernos de izquierda defienden el Progreso, ése es el problema.
RR: Usted ha dicho que los “movimientos sociales no están organizados como partidos: su objetivo no es tomar el poder estatal”. Durante el golpe de Honduras de 2009 y más recientemente en Ecuador, los movimientos sociales han salido a apoyar con firmeza a los presidentes atacados. ¿Qué revelan esas movilizaciones sobre la relación entre los movimientos sociales y el poder estatal?
JH: (Podrías agregar la muerte de Kirchner hace unos días, ¿eso qué nos dice?) Por supuesto que es una relación muy compleja. Es muy claro que los ataques de la derecha contra los gobiernos de izquierda, como en el caso de Honduras o Ecuador o el intento de golpe en Venezuela hace algunos años, son ataques al pueblo que esos gobiernos dicen representar (pero no lo hacen), de manera que tiene mucho sentido movilizarse para defenderlos pero no de manera acrítica. La respuesta de la CONAIE al ataque contra Correa en Ecuador, hace algunas semanas, me pareció excelente, pues usaron una defensa del presidente para criticar su incapacidad de implementar realmente medidas de cambio.
RR: Los zapatistas han encarnado uno de los ejemplos más intensos de un movimiento que creó una zona autónoma pujante sin formar un partido político ni buscar el mandato electoral, sino existiendo por fuera del panorama político establecido y más allá de él, y creando una “grieta” en el sistema capitalista. Pero pareciera que el Estado mexicano ha conseguido contener y desgastar la iniciativa zapatista. Críticos (de izquierda) plantean que teniendo en cuenta la imposibilidad del ejemplo zapatista de extenderse o multiplicarse con eficacia en México 16 años después del levantamiento inicial del 94, esto debe entenderse como un ejemplo de la imposibilidad de construir una revolución sin deponer el poder estatal existente. ¿Podría hablarnos sobre esto?
JH: No creo que el Estado mexicano haya desgastado la iniciativa zapatista. La impresión de que así fue proviene, en cierta medida, del cambio de dirección que adoptó el movimiento zapatista después del fracaso final de los acuerdos de San Andrés hace algunos años: la decisión de que había pasado el momento de formular exigencias y debían continuar con la construcción de su propia zona autónoma. Pero sí, la resonancia del movimiento no es tan fuerte como era, y sí, tiene una incapacidad para extenderse y multiplicarse. Creo que se puede explicar de muchas maneras: el aumento de un clima de miedo en México, el impacto de los narcos y la creciente militarización del país, el apaciguamiento del movimiento anticapitalista mundial por el momento, y todas las viejas razones, pero eso tampoco significa que la idea de cambiar el mundo sin tomar el poder, o de agrietar el capitalismo, nos dé respuestas fáciles. Sospecho que puede haber una cantidad de personas que de manera colectiva o individual siguen adelante, trabajan en sus propios proyectos de cambio, de vida alternativa (por elección o necesidad), sobre todo frente a la crisis actual. Pero justamente porque estos movimientos son subterráneos, es difícil estar seguros. La pregunta que usted hace de ningún modo se puede cerrar con una respuesta fácil. Preguntando caminamos, no creo que tengamos otra alternativa.
Ramor Ryan es un escritor irlandés que vive en Chiapas y es autor de Clandestines: the Pirate Journals of an Irish Exile (AK Press 2006). Su próximo libro, Zapatista Spring, será publicado por AK Press en la primavera boreal de 2011.