23 de marzo de 1982. 05.00 h. Antonio Cava Cava, de 11 años, escucha a las mujeres de su comunidad –el poblado de Ilom, en el municipio de Chapul Quiché, norte de Guatemala– preparar la comida a los hombres que se aprestan a ir a trabajar a los campos, a cultivar milpa y juntar leña.
Mientras tanto, en la capital del país, un joven Efraín Ríos Montt se prepara para tomar el control de la turbulenta nación centroamericana, que desde 1960 se encuentra inmersa en un largo conflicto armado. Nadie lo sabe aún, pero este es el comienzo de la etapa más sangrienta del conflicto armado, que dejó un saldo de más de 200.000 muertos y desaparecidos.
“Despiértate, hijo, que los soldados ya están aquí”, dijo el padre de Antonio.
El niño salió de su casa solo para encontrar una escena aterrorizante. Más de 250 soldados entraban a la comunidad y con armas y patadas, forzaban a hombres, mujeres y niños a caminar hacia la plaza central.
“Yo venía con mi papá, vi al teniente, uniformado y hablando en radio, avisando que la gente estaba reunida y hablando con el jefe. ‘Los va a acabar a todos’, decía”, recuerda hoy Antonio.
Los soldados llevaron a los hombres a una iglesia y a las mujeres a una oficina, todos acusados de pertenecer a las guerrillas.
En la iglesia asesinaron a cada hombre de un tiro. En la oficina, muchas de las mujeres fueron violadas, algunas frente a sus hijos.
“Yo escuchaba los disparos, los gritos de las personas que estaban matando. Cuando terminaron, obligaron a los sobrevivientes a sacar los cuerpos al patio. Nos hicieron pasar dentro de los muertos, había personas que todavía se movían, había personas con los ojos sacados, con la cabeza en dos partes, con el cerebro afuera.”
La finca
Tras la matanza, los soldados regresaron a la comunidad a quemar lo que había quedado. Los sobrevivientes fueron obligados a caminar hasta llegar a una finca donde pasarían un largo año, mayormente a la intemperie y bajo estricto control militar.
“A los cuatro días de estar en la finca refugiados, empezaron a morir los niños. Murieron como 200 o 300 en tres meses, de enfermedad, por las violencias, por la matanza, la secuela de esa matanza”, recuerda Antonio. Uno de los niños era su hermana de dos meses.
Un año más tarde, el ejército aceptó que los Cava Cava y otros regresaran a su tierra, con la condición de ser vigilados casi constantemente.
Tuvieron que empezar de cero, como decenas de otras comunidades en cada rincón de Guatemala.
El ejército mantuvo su presencia por ocho meses, decían que querían asegurarse de que no había guerrilleros en la zona. Al irse, obligaron a la comunidad a tomar armas y patrullar por su propia cuenta.
“Yo tenía 14 años y me obligaron a entrar en lo que es la autodefensa civil. Me obligaron. El que no quería era guerrillero para ellos, entonces tuve que aceptar. Además, tenías que pedir tu permiso si salías de la comunidad. Los militares te dan un papel y te lo sellan cuando salís. Y si no llevas, te capturan y te torturan o te hacen desaparecer, te matan”, recuerda Antonio, como si el tiempo no hubiera pasado.
Acuerdos de Paz
A comienzos de 1990, Antonio –arma en mano– decidió que debía aprender a leer. La falta de maestros en la zona lo obligó a estudiar juntando recortes de diario que encontraba tirados. Compró un cuaderno, un lápiz y empezó a dibujar letras que alguien luego le explicaba cómo repetir. Al mismo tiempo, alguien le contó sobre la existencia de los derechos humanos y de organizaciones que trabajaban para buscar justicia para las víctimas de los abusos del ejército.
Mientras que Antonio aprendía a leer, se firmaron los acuerdos de paz, que daban oficialmente un fin al conflicto, aunque para las comunidades más afectadas tendrían que pasar muchos años más para que algo realmente cambiara.
En 1999, la Fundación de Antropología Forense de Guatemala, por orden del Ministerio Público del país, llegó a la comunidad a exhumar las fosas comunes que el ejército había obligado a Antonio, a su padre y al resto de los sobrevivientes a cavar.
“Hubo miedo porque habían tantas amenazas, éramos pocos los que nos animamos a hacer la exhumación. Duró como 10 días. Sólo encontraron 78 cadáveres y se llevaron los restos a la capital por un año, para estudiarlos. Luego regresaron los cuerpos y la gente los enterró en el cementerio.”
Pero encontrar los restos de sus vecinos no fue suficiente para Antonio.
Quería justicia. Nada más y nada menos.
Aunque justicia significaba llevar a la Corte al general Efraín Ríos Montt, ex presidente de facto y, en aquel momento, diputado nacional. David contra Goliat.
Pasaron años de declaraciones, amenazas y falta de interés antes de que Antonio decidiera tocar las puertas de la Corte Suprema de Justicia de su país para presentar la denuncia.
Al mismo tiempo, organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional hacían presión para que se realizaran investigaciones sobre los cientos de denuncias de masacres, desapariciones y violaciones que llegaban del país centroamericano.
El juez a cargo del caso decidió citar a Ríos Montt a declarar, pero el ex general (que por cierto era una de las personas más poderosas del país) no se presentó.
Pero al tiempo, llegó el inesperado golpe de suerte.
Casi por casualidad (como siempre parecen suceder estas cosas) alguien encontró lo que hoy se conoce públicamente como El Diario Militar, una lista de 182 personas desaparecidas entre agosto de 1983 y marzo de 1985, con nombres, fotos, detalles de los secuestros y anotaciones sobre los abusos que sufrieron. La lista simplemente demostraba el plan de abusos sistemáticos que existía bajo el mando de Ríos Montt.
Antonio y los suyos llegaron a la Corte.
“Cuando estábamos en la torre del tribunal, había coraje porque nosotros ya nos habíamos visto cara a cara con Ríos Montt. Para mí es un logro y una victoria porque esa es la historia de un maya, de los mayas. Está en un tribunal, cara a cara con un militar que antes era intocable, pero ahora sí.”
El juicio fue histórico y en enero de 2012 se lo acusó formalmente como responsable de ordenar genocidio en varios puntos del país. Aunque sus abogados apelaron la condena y el tribunal todavía esta decidiendo.
Al mismo tiempo, el actual presidente del país, el general retirado Otto Pérez Molina, está tratando de ofuscar la realidad de los crímenes, afirmando a principios del año que nunca hubo un genocidio.
“Tenemos la esperanza que [Ríos Montt] sea condenado. Ellos lo que intentan es ganar tiempo. Ríos Montt ha intentado poner recursos, amparos para ganar tiempo, pero nuestra esperanza es lograr que se vaya –aunque sea cinco días– a la cárcel, nuestra esperanza es que se escriba en el libro que el general Efraín Ríos Montt fue encarcelado por las víctimas de genocidio.”