Fuente: Programa de las Americas
El infierno y el paraíso se confunden, transitan por el borde del abismo que los convierte en su contrario: la guerra atroz con la comunidad de paz; la desesperación con la esperanza; la vida y la muerte danzan un trance inverosímil. Es Colombia. Donde campesinos hartos de guerra se refugian en la paz para seguir viviendo. Una visita a la comunidad de la mano de un fotógrafo solidario.
“La comunidad de paz de San José de Apartadó, junto a otras inspiradas en la misma visión, es una destacada demostración de coraje, resiliencia y dedicación a los elevados valores de paz y justicia, en un entorno de brutalidad y destrucción. No hay mejor símbolo de lucha no violenta y de esperanza, en un mundo torturado por la violencia y la represión”, escribió Noam Chomsky al fotógrafo uruguayo Agustín Fernández Gabard cuando éste regresó de Colombia donde pasó un mes en una región arrasada por la violencia.
“Tenía varios motivos para ir. Se trata de gente que sostiene una propuesta alternativa desde hace catorce años en medio de un conflicto con tanta muerte”, explica el fotógrafo de 28 años. “La existencia de la comunidad de paz complejiza el conflicto, ya que por un lado hablan de ‘narcoguerrilla’ y por el otro de ‘revolución’, y la gente allí tiene claro que hay cosas comunes en todos los bandos, todos son violentos, todos viven del tráfico. Hay familias que tienen un miembro en las FARC y otro en el ejército o los paramilitares, y eso hace mucho más complejas las relaciones humanas. Y está el caso de Samir, un ex guerrillero de las FARC ahora desmovilizado, que trabaja para el ejército. Cuando era guerrillero acusaba a la comunidad de colaborar con el ejército y ahora que es militar los acusa de apoyar a la guerrilla. Es la esquizofrenia que provoca la guerra”[1].
En el mismo momento que Chomsky escribía su admiración por la comunidad de paz, los paramilitares amenazan y asesinan. El 30 de noviembre en la vereda Playa Larga los paramilitares manifestaron que la comunidad debía salir de la zona o la exterminarían. El 21 de noviembre fue asesinada Yuly Pérez Durango y dijeron que el que no se sometiera a sus reglas seria asesinado. Los paramilitares hacen presencia permanente en las veredas colindantes incluidas varias de la Comunidad de Paz. con la complacencia de la fuerza publica[2].
La experiencia insólita de la Comunidad de Paz San José de Apartadó, se ha convertido en un referente ineludible tanto para los pacifistas como para quienes han hecho de la ética la razón de ser de su activismo político. Son apenas 1.500 personas que viven en seis veredas o comunidades campesinas, rodeadas de militares, paramilitares y guerrilleros. En estos catorce años los actores armados asesinaron a 180 comuneros, el 12 por ciento de los miembros de la comunidad de paz. Cada familia cargó con varios féretros a sus espaldas.
Aferrarse a la tierra
“Primero se funda la comunidad en San José, con campesinos provenientes de varias veredas. Luego de la masacre del 21 de febrero de 2005 se retiran y fundan San Josecito”, explica Agustín. En esa fecha fueron asesinadas ocho personas, el líder histórico Luis Eduardo Guerra, su esposa y el hijo de once años. Ese mismo día asesinaron a otro dirigente, Alfonso Tuberquia, su esposa, una hija de seis años y un niño de 18 meses. Todos a garrotazos. La masacre se produjo días después que el presidente Alvaro Uribe asegurara por cadena nacional que los líderes de San José de Apartadó estaban vinculados a las FARC.
En las investigaciones la Fiscalía vinculó a 84 militares con la masacre, atribuida a las paramilitares Autodefensas Unidas de Colombia (auc). En febrero de 2005 la Corte Interamericana de Derechos Humanos exigió la protección del Estado a la comunidad de Apartadó y pidió que se revelaran los nombres de los militares que participaron en la masacre. En 2008 el capitán del ejército Guillermo Armando Gordillo reconoció la participación de los militares en el hecho, según informó en ese momento el diario El Tiempo[3].
“La policía montó un enorme cuartel en San José, más grande que el propio pueblo”, dice Agustín. El gigantesco cuartel fue una decisión del presidente Alvaro Uribe que ordenó a la policía instalarse dentro del pueblo, lo que forzó a la comunidad a desplazarse un kilómetro y fundar San Josecito, abandonando todo lo que habían construido en casi una década.
El municipio de Apartadó (‘río de los plátanos’ en lengua indígena), al norte del departamento de Antioquia cerca de la frontera con Panamá, tiene unos 150 mil habitantes y se fue poblando a raíz de la persecución política que sufrieron los liberales desde 1948 tras el asesinato del líder Jorge Eliécer Gaitán. Quizá por eso confluyeron afrodescendientes, indígenas y “paisas” (por paisano, como se conoce a los nacidos en Antioquia) hacia esta planicie caribeña. Extensas plantaciones de banano y cacao se confunden con los verdes de la selva.
A doce kilómetros de la capital departamental, Apartadó, se fue erigiendo un pequeño poblado llamado San José, donde llegaban desplazados de diferentes veredas. Se trata de una zona estratégica que es la puerta de la Serranía del Abibe, un corredor hacia los departamentos de Córdoba, Chocó y Antioquia, que luchan por controlar los diversos bandos armados. San José tuvo tres mil habitantes antes que la guerra, las amenazas y los asesinatos masivos forzaran a la mitad de la población a desplazarse a las zonas urbanas abandonando las tierras que codician los armados.
En la década de 1980 apareció la Unión Patriótica, vinculada al Partido Comunista, a través de la cual los campesinos consiguieron “la construcción de escuelas, puestos de salud, hubo profesores, promotores para las veredas, mejoramiento de caminos vecinales”, como enseña la cartilla de la comunidad. Sin embargo, “la autoridad en la región la ejercía la guerrilla y cometía abusos, asesinatos y pasaba por encima de la autonomía de los campesinos”. El ejército, por su parte, “entraba a golpear a una población a la que consideraban como ayudantes de la guerrilla”[4].
Hacia marzo de 1997 comenzó un proceso impulsado por activistas ligados a la iglesia que permitió que campesinos de 17 veredas formaran la Comunidad de Paz, como dicen ellos “en una zona desamparada por el Estado”. Fue la reacción a dos masacres, en setiembre de 1996 y febrero de 1997, que vaciaron el casco urbano de San José.
La segunda masacre, en 1997, la cometieron ex guerrilleros del EPL, reinsertados por el proceso de paz, que convocaron a todos los pobladores a la plaza, los amenazaron y luego “amarraron a varias personas quienes un día después aparecieron muertas en la carretera que conduce a Apartadó”. Los paramilitares se hicieron con el control. En la carretera instalaron retenes, “revisaban los documentos lista en mano y al que aparecía lo asesinaban”. Les dieron un plazo de tres días para que abandonaran sus tierras, mientras helicópteros vigilaban sus desplazamientos. “Los que pudimos salir nos ubicamos en el caserío de San José y desde allí comenzamos a resistir”, relatan en la historia “oficial” de la comunidad[5].
La Diócesis de Apartadó propuso la realización de talleres para que los campesinos se declararan neutrales. Unos 500 firmaron el acuerdo en 1997 y poco a poco se fueron sumando otros campesinos de diversas veredas que no querían vagabundear como desplazados ni vivir de la caridad estatal. Los primeros pasos fueron más que duros: por la noche, los pocos que no habían abandonado sus casas subían al monte para dormir. Retornaron a sus comunidades en pequeños grupos, como las 50 familias que retornaron en marzo de 1998 a la vereda de La Unión. Trabajaban en pequeños grupos de siete a diez campesinos para sentirse protegidos, pero en pocos meses se juntaban hasta cien vecinos en las faenas del campo.
Fusil o toga
“El domingo 4 de abril de 1999, a las 23 horas, diez hombres fuertemente armados, entre los cuales había reconocidos paramilitares que actuaban en la zona, ingresaron al caserío de San José, se pasearon por sus calles insultando a todos los pobladores y luego llegaron a la casa de Aníbal Jiménez, miembro del Consejo Interno de la comunidad de paz, educador, artista y autor del himno de la comunidad, y lo ejecutaron frente a sus niños pequeños”.
Este es un fragmento del libro Fusil o toga, toga y fusil, escrito por el sacerdote jesuita Javier Giraldo, que describe 13 años de crímenes contra la comunidad de paz de San José de Apartadó (Antioquia). Según Giraldo, destacado defensor de derechos humanos, su motivación para documentar estos hechos fue la impunidad. “No es sino leer cualquier página del libro para ver los atropellos que se cometen semanalmente contra esta comunidad: masacres, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, abusos sexuales, quemas de viviendas, bombardeos, desplazamientos masivos, robo de ganados, destrucción de cultivos”, cuenta el padre Giraldo[6].
La comunidad de paz de San José de Apartadó fue una sugerencia del arzobispo de Cali, monseñor Isaías Duarte Cancino. Giraldo narra que monseñor Duarte les planteó a los habitantes de la zona que, “para que no se desplazaran más campesinos ni perdieran sus tierras, ya que era una zona de guerra, se declararan comunidad de paz y reivindicaran los derechos de la población civil en medio de un conflicto armado”. Para el jesuita, la causa de la violencia contra la comunidad de San José es su decisión de mantenerse al margen del conflicto. “Pretendo que el país se dé cuenta de esto y busque una solución. Por eso les entregamos el texto a magistrados, periodistas y congresistas, ya que uno ve que Colombia no conoce estos hechos”, dice[7].
Los dineros recolectados por la venta de los ejemplares del libro serán destinados a la construcción del Parque Monumento a la Memoria de las Víctimas de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó.
La vida cotidiana
“Selva y montaña, mucha humedad, siempre la ropa pegoteada, barro y más barro, todo el tiempo estás subiendo y bajando”, recuerda Agustín entrecerrando los ojos. “Llueve todos los días, crecen los arroyos y no dan paso y la comunicación se vuelve un problema. Apartadó es una ciudad llena de paramilitares desde la que salen las chivas hasta San José”.
“Les escribí con la propuesta de hacerles un curso de fotografía digital que les puede servir para mejorar la página web de la comunidad, porque apenas hay registros gráficos sobre todo lo que hicieron y lo que les pasó estos años. Les llevé máquinas de fotos para que tuvieran con qué trabajar y estuve allí un mes”, explica Agustín.
La comunidad se rige por una serie de principios que se resumen en una Declaración y un Reglamento Interno: no participar directa ni indirectamente en las hostilidades, no portar armas ni explosivos, no brindar apoyo a las partes en conflicto, abstenerse de acudir a alguna de los actores armados para solucionar problemas internos, personales o familiares y comprometerse a participar en los trabajaos comunitarios[8].
La vida cotidiana está regulada por un Consejo Interno integrado por siete miembros elegidos por la asamblea de la comunidad, un miembro de una ONG nacional y otro de la Diócesis de Apartadó. Funcionan más de 55 grupos de trabajo que les permitieron construir escuelas y conseguir maestros, realizar cultivos comunitarios para sostener el comedor y la guardería, donde comen gratuitamente todos los niños de la comunidad. Las cosechas en tierras comunales las reparten entre las familias y lo que sobra lo usan para comprar herramientas y alimentos.
Gracias al trabajo comunitario construyeron y mantienen los caminos, hicieron cuatro peceras, levantaron cinco galpones, reactivaron los cultivos de cacao y plátano, los frutales como producción alternativa para elaborar mermeladas y pulpas. Generaron proyectos comunitarios como mejoramientos de vivienda, trilladoras de arroz, de maíz, de caña, molinos de caña y acueductos. Todo este empeño les ha permitido superar bloqueos de los paramilitares aliados a los militares de hasta tres meses, en los que no pueden salir de sus veredas.
“Cada ocho días tenemos reuniones y cada quince días trabajo de formación”. El Centro de Formación Aníbal Jiménez (asesinado en 1999) que construyeron en San José, y luego debieron abandonar por la presión armada, tenía dos pisos y albergaba a 50 estudiantes. “Antes del desplazamiento de abril de 2005, en el Centro había 27 estudiantes de bachillerato, 25 mujeres en modistería que se capacitaban tres veces a la semana, 55 coordinadores se reunían allí cada semana a discutir soluciones para la comunidad”, relata con orgullo la cartilla de la comunidad de paz[9].
Además erigieron el centro de salud, la bodega comunitaria, el parque, todos obras fruto de los debates en espacios de formación y reflexión. Un grupo de 50 mujeres crearon galpones de gallinas ponedoras y de engorde y cultivan huertas cerca de sus casas. Los jóvenes pusieron en pie una radio comunitaria. Desde 2006 buscan un lugar de formación teórico y práctico, con la idea de compartir saberes como quería Guerra, el dirigente asesinado en la última masacre, a la que han dado en llamar Universidad Campesina, que nació vinculada a la Red de Comunidades en Resistencia, un grupo de comunidades negras, indígenas y campesinas que también rechazan la guerra.
Pese a todo lo que hicieron, creen que el gran logro de la Comunidad de Paz fue el retorno a la tierra, algo que consiguieron sin el apoyo del Estado, “para ganarle más espacio a la guerra y para enfrentar a los actores armados en la veredas”. Con los años y el dolor, fueron aprendiendo que el principal objetivo de la guerra, mucho más que derrotar al supuesto enemigo, es hacerse con la tierra de los campesinos, el verdadero botín del conflicto. En veinte años paramilitares, ganaderos y empresarios se apropiaron de más de cinco millones de hectáreas campesinas.
“El taller era para que aprendieran a manejar las cámaras. El consejo eligió a las personas que participaron. Primero les di una charla sobre cómo funciona la cámara y luego les propuse que hicieran fotos. De noche nos juntábamos en alguna casa para ver encuadre y el análisis de las imágenes para que aprendieran a editar fotos”, explica Agustín. Por su parte, la Universidad tuvo su primer período de intercambio de saberes en la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, en la vereda Arenas Altas, en agosto de 2004. El proyecto que funciona mejor es el banco de semillas orgánicas.
Macondo, siempre Macondo
Son muy pobres, dice Agustín, pero comen bien porque nunca perdieron el contacto con la tierra. “Estás todo el tiempo con botas de goma chapoteando por el barro, y esas mismas botas con el tiempo las recortan y se convierten en sandalias”, una cultura del trabajo manual capaz de transformarlo todo.
“Los jueves es el día de trabajo comunitario, en el que participan desde los niños hasta los ancianos. Cortan caña, cosechan, recogen cacao y lo ponen a secar. La organización interna se basa en asambleas por veredas y un consejo interno, pero por encima de todo está la asamblea general de todas las veredas”, dice Agustín destacando la alegría que emana en todo lo que hacen. “El único momento en que los ves tensos es cuando tienen que ir a la ciudad, por el peligro que representa el camino donde hubo mucho asesinatos. Si te toca un retén de paramilitares es sentencia de muerte”, asegura.
El permanente acompañamiento de misiones internacionales, europeas y estadounidenes, no ha disminuido la violencia contra la comunidad de paz. Pero la zona está otra vez militarizada. “Me dijeron los campesinos que los paramilitares secuestraron a un estanciero para negociárselo a la guerrilla. Lo intercambian por dinero o droga. ¡¡Increíble!!”. No sólo: también le hablaron de un teniente del ejército que le compra cocaína a la guerrilla, lo que no impide que un rato después sigan combatiendo. Siempre se dijo que en Colombia la realidad supera la ficción.
“Para mí lo más difícil fue entender que después que te masacran a toda tu familia no busques venganza metiéndote en la guerrilla o en los paramilitares. Quedar por fuera de la guerra en esa situación me parece una lógica, muy a contracorriente de todo lo que conozco. Sobre todo cuando cada familia tiene uno o más muertos. No percibí resentimiento ni rabia”, dice Agustín.
“Hay amargura, mucha, aunque hablan con cierta naturalidad de sus muertos y de las atrocidades, como el caso de Doña Brígida que le mataron a la hija de 15 años. Otros me dijeron que habían visto a los paramilitares descuartizar a un chico y jugar al fútbol con la cabeza. ¿Cómo sigue la vida después de eso?”.
– ¿Qué es lo que mantiene a la comunidad unida, qué es lo que los hace aguantar y seguir adelante?
– La verdad, no tengo idea (piensa un rato). Tal vez sea ese “instinto hacia la libertad” del que habla Chomsky. Él dice que “si asumes que no hay esperanza, garantizas que no habrá esperanza. Si asumes que hay un instinto hacia la libertad, que hay oportunidades para cambiar las cosas, entonces hay una posibilidad de que puedas contribuir para hacer un mundo mejor. Esa es tu alternativa”.
Raúl Zibechi es analista internacional del semanario Brecha de Montevideo, docente e investigador sobre movimientos sociales en la Multiversidad Franciscana de América Latina, y asesor a varios grupos sociales. Escribe cada mes para el Programa de las Américas (www.cipamericas.org/es).
Redación: Laura Carlsen
Recursos
“Caminos de Resistencia”, Comunidad de Paz/Oxfam, Bogotá.
Comunidad de Paz San José de Apartadó, sitio web www.cdpsanjose.org
Javier Giraldo, “Fusil o toga, toga y fusil”, CINEP, Bogotá, 2010.
“Justicia y Paz”, revista de derechos humanos, comisión Intercongregacional de Justicia y Paz, Bogotá, No. 8, abril-junio de 1998.
Entrevista con Agustín Fernández Gabard, Montevideo, 17 de noviembre de 2010.
[1] Entrevista a Agustín Fernández Gabard, Montevideo, 18 de noviembre de 2010.
[2] Comunicado de la Comunidad de Paz, 2 de diciembre de 2010 en http://cdpsanjose.org
[3] Diario El Tiempo, Bogotá, 17 de marzo de 2008.
[4] “Caminos de Resistencia” y revista “Justicia y Paz”.
[5] “Caminos de Resistencia”, ob. cit.
[6] En CINEP (Centro de Investigación y Educación Popular), Bogotá, www.cinep.org.co 7 de julio de 2010.
[7] Idem.
[8] Ambos textos pueden consultarse en la página web de la Comunidad de Paz (http://cdpsanjose.org).