A medida que avanza la agricultura transgénica también aumenta la conflictividad rural y se reiteran crímenes contra campesinos e indígenas. Los pueblos originarios exigen frenar el extractivismo y que se respeten sus derechos humanos.
En Argentina se produjeron once muertes de campesinos e indígenas en sólo tres años. El último, en un dudoso accidente de tránsito, Juan Díaz Asijak, integrante de la comunidad indígena qom La Primavera (de la provincia de Formosa, al norte del país). El trasfondo de la represión: el modelo agropecuario, que pretende aumentar un 60 por ciento la producción granaria y avanzar sobre territorios donde viven y trabajan campesinos e indígenas. El gobierno nacional no condenó ninguno de los asesinatos. El Consejo Plurinacional Indígena (CPI) llamó a frenar el modelo extractivo y desnudó el discurso progresista del Gobierno: le exigió que respete los derechos humanos de las pueblos originarios.
Javier Chocobar, Sandra Ely Juárez, Roberto López, Mario López, Mártires López, Cristian Ferreyra, Miguel Galván, Celestina Jara, Lila Coyipé, Imer Flores y Juan Díaz Asijak. Todos campesinos e indígenas muertos en los últimos tres años. En algunos casos (Chocobar, Roberto López, Ferreyra y Galván), asesinados a sangre fría con escopetas y cuchillos. En otros (Mario y Mártires López, Jara, Asijak y la beba Coyipé), en dudosos “accidentes de tránsito” (según la versión policial y política) y “asesinatos”, según las familias y las organizaciones a las que pertenecían.
Todas las organizaciones campesinas e indígenas apuntan a que el fondo de la represión es el modelo extractivo, con gran avance en las últimas décadas de los cultivos transgénicos (principalmente soja, aunque no solo), megaminería, forestales y petróleo.
En marzo de 1996, cuando el gobierno de Carlos Menem aprobó la soja transgénica con uso de glifosato, la oleaginosa ocupaba seis millones de hectáreas. En 2003 ya abarcaba 11 millones de hectáreas. La última campaña, el Ministerio de Agricultura celebró que llegue a 19,8 millones de hectáreas, el 56 por ciento de la tierra cultivada de Argentina. El Plan Estratégico Agroalimentario (PEA), programa presentado en 2011 por la presidenta, Cristina Fernández de Kirchner, planifica llegar en 2020 a las 160 millones toneladas de granos (un 60 por ciento más de la actual cosecha) y aumentar la superficie cultivada de granos en 27 por ciento (pasar de 33 millones de hectáreas a 42 millones).
El “corrimiento de la frontera agropecuaria”, eufemismo técnico para graficar la avanzada del agronegocios sobre regiones campesinas e indígenas, multiplicó los conflictos en todo el norte de la Argentina. Sólo en Santiago del Estero, el gobierno provincial contabilizó –en los últimos cuatro años– 600 conflictos por tierra.
La Red Agroforestal Chaco Argentina (Redaf) –un colectivo que reúne a ONG, organizaciones sociales y técnicos– realiza relevamiento de conflictos. En el último procesamiento de datos, agosto de 2011, contabilizaron (para la zona del norte del país) 244 casos: 209 exclusivamente de disputas por tierras, 25 ambientales y diez casos mixtos. Todos los conflictos por tierras obedecen al corrimiento de la frontera agropecuaria. La superficie en disputa alcanza las 11,4 millones de hectáreas y son afectadas 1,6 millón de personas, en su mayoría campesinos e indígenas.
“La raíz de los conflictos de tierra se encuentra en la disputa por el uso y control del espacio territorial a partir de la imposición de una cultura sobre otra. Por un lado el agronegocio, donde la tierra es un espacio para producir y hacer negocios, y por el otro la cultura indígena y campesina, donde la tierra constituye un espacio de vida”, denuncia la Redaf en su informe. No es casualidad que el grueso de los conflictos (89 por ciento) se iniciaron a partir del 2000: “Coincide con el impulso del modelo agroexportador, favorecido por las condiciones del mercado internacional para la comercialización de la soja, que trajo como consecuencia la expansión de la frontera agropecuaria”.
El 17 y 18 de noviembre de 2012 se reunieron en Buenos Aires organizaciones indígenas de todo el país, entre las cuáles sobresalía el Consejo Plurinacional Indígena (novedoso espacio de articulación nacido en el Bicentenario argentino –mayo de 2010–). Apuntaron de lleno al modelo extractivo. “Nunca habíamos tenido tantos derechos reconocidos en normas nacionales e instrumentos internacionales ratificados por el Estado. Sin embargo vivimos una alarmante etapa de negación y exclusión. Nuestra realidad es un tema de derechos humanos. Sin embargo, la relación que propone el Estado con los pueblos indígenas es sólo desde un enfoque de pobreza. Nos visibilizan sólo como objeto de asistencia o de planes de emergencia, cuando somos sujetos de derechos políticos y territoriales”, denuncia el documento que golpea de lleno en una de las banderas del gobierno kirchnerista: los derechos humanos y la violación sistemática de los derechos de los pueblos indígenas.
En enero pasado, un grupo de intelectuales y personalidades de la cultura escribieron una carta abierta a la presidenta de la Nación. “Nos encontramos ante una escalada de violencia donde se exhibe la poca o nula capacidad de acción del Estado para arbitrar adecuadamente estos conflictos, violencias y abuso de derechos que hoy sufren los pueblos indígenas”, denuncia el escrito, firmado (entre otros) por el escritor uruguayo Eduardo Galeano y el periodista e historiador Osvaldo Bayer.
La extensa carta repasa hechos históricos que golpearon a los pueblos originarios, argumenta de manera concreta sobre las falencias del Estado y propone políticas activas para revertir la situación. Siempre en un tono respetuoso y con argumentos, interpela a la Presidenta: “Se trata de un problema de extensión nacional y se ha venido incrementando dramáticamente en tiempos recientes. Todas las víctimas pertenecen a una región que se ha convertido en los últimos años en una renovada frontera de expansión económica principalmente para grandes grupos económicos ligados a los agronegocios, el petróleo y aunque en menor medida, el turismo. Muchas de las víctimas habían denunciado amenazas y abusos de la gendarmería nacional y distintos grupos armados, tanto policiales como parapoliciales. Los accidentes dudosos y los asesinatos han recrudecido en los últimos tres años”.
“Si en un país como el nuestro, poblado por decenas de pueblos indígenas que son parte de la ciudadanía, se permite que se los siga asesinando, o que aparezcan muertos en situaciones altamente sospechosas y no se ponen todas las herramientas posibles a favor de la verdad, queda claramente afectada la política de derechos humanos que la mayor parte de la sociedad saluda, apoya y acompaña”, afirma el escrito.
Firmado por miles de personas en pocos días, pide que se investiguen los asesinatos, que se cumplan las leyes que protegen los derechos de los pueblos indígenas, que intervenga en el modelo extractivo que avanza sobre las comunidades y solicita a la Presidenta: “Es urgente y necesario que el Gobierno Nacional condene moral y públicamente estos hechos aberrantes (los asesinatos)”.
No hubo ninguna respuesta de funcionarios del gobierno Nacional.
Una semana después de la carta abierta, el 4 de febrero, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner compartió un acto público con Gildo Insfrán, gobernador de la provincia de Formosa, epicentro de la represión contra el pueblo indígena Qom.
Transmitido por la televisión, no hubo mención a la situación indígena, abundaron las sonrisas y los apoyos mutuos. Como si la carta abierta, y los asesinatos de indígenas, nunca hubieran existido.