En muchos sentidos, la primera década del siglo XXI es la contracara de la última del XX. La lista de cambios es tan larga como trascendente. Resta saber si se trata de un paréntesis o de un nuevo comienzo. En todo caso, la región no volverá a ser lo que fue.
Carlos Menem, Alberto Fujimori, Carlos Andrés Pérez, Fernando Henrique Cardoso, Julio María Sanguinetti, Gonzalo Sánchez de Losada, Hugo Bánzer… Las caras que predominaban en los 90 lo dicen todo: fue un período de privatizaciones y desregulaciones, de achique feroz del Estado y de fuerte concentración y extranjerización de la riqueza. Los cálculos hechos en Brasil, donde sectores enteros de la economía fueron privatizados, estiman que el 30 por ciento del PIB cambió de manos en esos años. “Un auténtico terremoto”, sostiene el sociólogo Francisco de Oliveira[1].
El Consenso de Washington no dejó piedra sobre piedra. En algunos casos, como Argentina, el modelo neoliberal puso en riesgo el futuro del país durante varias generaciones. Más grave aún porque los destrozos del huracán privatizador llegaron inmediatamente después de las dictaduras o, si se prefiere, complementaron la labor de aquellas.
Pero esos años terribles fueron también los del despertar de las sociedades, la activación de viejos y nuevos movimientos sociales, la coordinación continental de las izquierdas en el Foro de San Pablo y la global de los movimientos en el Foro Social Mundial. Los masivos levantamientos populares, desde el Caracazo de 1989 hasta las dos guerras del gas bolivianas pasando por el Argentinazo de 2001, fueron respuestas tan contundentes como para modificar de cuajo la agenda trazada desde arriba. Una oleada de activismo social, como la región no conocía desde la década de 1970, alfombró la despedida de los gobiernos neoliberales y la aparición gradual pero persistente de una nueva generación de gobiernos que se postulan de izquierda o progresistas. En todo caso, se oponen al Consenso de Washington.
Nueva arquitectura regionalEl rechazo al Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), eje de la política regional de la administración de George W. Bush, hubiera sido imposible sin ese conjunto de cambios. La Cumbre de las Américas de Mar del Plata en noviembre de 2005, sepultó por un lado la propuesta integracionista de Washington pero, en el mismo acto, abrió las puertas a la ampliación del Mercosur a toda la región sudamericana. La postura de Brasil, acompañado por Argentina, fue clave por la firmeza y la solidez de argumentos. Hubo un antes y un después de esa reunión presidencial.
La creación de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) no hubiera sido posible sin ese paso previo. Recordemos las fechas. En diciembre de 2004 los presidentes de la región firmaron la Declaración de Cusco que conformó la Comunidad de Naciones Sudamericanas. Luego de sucesivos encuentros, en abril de 2007 adopta el nombre de Unasur. Pero el proceso se siguió profundizando. A raíz del ataque aéreo de Colombia al campamento de Raúl Reyes (miembro del Secretariado de las FARC), en territorio ecuatoriano el 1 de marzo de 2008, que amenazaba deflagrar un serio conflicto en la región andina, la Unasur decidió la creación del Consejo de Defensa Suramericano para coordinar las fuerzas armadas de la región.
En las crisis más importantes vividas por la región, el papel de Unasur fue decisivo. Cuando la ofensiva de la ultraderecha boliviana contra el gobierno de Evo Morales, en agosto y setiembre de 2008, y cuando la rebelión policial en Ecuador el 30 de setiembre de 2010, que pudo convertirse en golpe de Estado, la nueva alianza regional fue decisiva, ocupó el centro del escenario político y alineó a todos los gobiernos en defensa de la democracia. La OEA, otrora poderoso instrumento diplomático subordinado a la Casa Blanca, dejó de ocupar aquel lugar preponderante que tuvo durante tantas décadas.
Es evidente que el papel de Brasil, y muy en particular de la cancillería de Itamaraty, fue decisivo para promover este viraje. Celso Amorim, definido por la revista Foreign Policy en 2009 como “el mejor Ministro de Asuntos Exteriores del Mundo”[2], fue la cara más visible de esta nueva arquitectura facturada con paciencia por Brasilia. La integración política ha llegado al final de la década a un punto mucho más alto que nunca, aunque restan aún avances importantes en el terreno económico, donde las complementariedades deben ser construidas con generosidad y visión de largo plazo.
Es cierto que estos virajes podrían haber sido más ambiciosos si se hubiera avanzado seriamente en propuestas de integración energética como el Gasoducto del Sur, del cual nunca volvió a hablarse, y se implementaran los acuerdos que dieron vida al Banco del Sur para construir una nueva arquitectura financiera. En este sentido, las aspiraciones del eje conformado por la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) están aún muy lejos de ser aceptadas por el conglomerado de países que conforman la Unasur. Avances y límites que se están decantando cuando se cumple una década del comienzo de la “era progresista”.
Fronteras del dinamismo político
Además de los cambios en el escenario macro de la región, se registró un sostenido crecimiento de la economía tironeada por las exportaciones de commodities, un descenso de la pobreza y una ampliación de los mercados internos en algunos países. Aún es pronto para saber si se está iniciando un nuevo ciclo o se trata de una coyuntura especial donde los elevados precios de las exportaciones lubrican una sensación térmica de abundancia material.
Lo cierto es que los flujos comerciales han cambiado de forma drástica. China se ha convertido en el primer socio comercial de Brasil, desplazando a Estados Unidos que se había colocado en esa posición hacia 1930, anunciando que la presencia del gigante asiático llegó para quedarse ya que se convirtió en el segundo socio comercial de América Latina[3]. Sin embargo, esta diversificación del comercio tiene varias lecturas. Por un lado, favorece a toda la región tanto por la apertura de nuevos mercados como por la sostenida demanda de la producción regional. Pero su influencia en el corto plazo puede convertirse en incapacidad de salir del modelo extractivo si no se toman las medidas necesarias. Incluso Brasil, la séptima potencia industrial del mundo, ha visto caer sus exportaciones industriales ante la incesante demanda china de soja y mineral de hierro, entre otras.
La matriz productiva no sólo no ha cambiado sino que la crisis mundial, sumada al ascenso asiático, potencian la reprimarización de la producción. En síntesis, el fuerte crecimiento económico puede ser regresivo pese a las políticas sociales compensatorias que se han ganado un lugar en toda la región. Desde otro lado, puede sintetizarse la ecuación económica progresista como crecimiento y disminución de la pobreza sin reformas estructurales ni distribución de renta. Aunque los índices que miden la desigualdad muestran leves mejoras, los guarismo aún están muy lejos de los que hubo antes del aterrizaje del Consenso de Washington. Peor aún: la concentración de la riqueza sigue creciendo como consecuencia de los megaemprendimientos mineros y los monocultivos.
Los efectos del modelo económico son dobles. Por un lado, la masiva producción de commodities no genera empleo digno sino nuevas camadas de pobres. La masiva expansión de las villas miseria en Buenos Aires es apenas la punta del iceberg de esta realidad. Un estudio de la Universidad General Sarmiento, estima que en 2006 había 819 villas entre capital y área metropolitana de Buenos Aires con un millón de habitantes. Hoy serían ya dos millones, mientras en la capital llegarían a 235 mil personas viviendo en villas, un 7% de la ciudad[4]. El estudio asegura que la población en villas crece diez veces más rápido que la del país. “Un tsunami silencioso”, se queja el la derecha argentina, que no dice que los paraguayos, bolivianos y argentinos de las provincias del norte llegan expulsados por el modelo sojero que ya ocupa la mitad de las tierras productivas del país.
Si no se frena el tsunami de producción de commodities y se ponen en marcha cambios estructurales, las políticas sociales no alcanzarán a paliar el tsunami de pobres. Pero esto requiere un debate que está aún demasiado lejos, con la excepción de Brasil, en el orden de prioridades de gobiernos urgidos de cuadrar las cuentas todos los meses.
¿Cambio de época?
Pensar en los rumbos que puede tomar la región en la década que se inicia, supone poner la lupa sobre los impulsos y los frenos que nos trajeron hasta aquí. En la década de 1990 se fue tejiendo un tapiz variopinto en base a las hebras aportadas por los movimientos sociales y las izquierdas, que se fueron convirtiendo en el principal impulso de los cambios.
Los viejos movimientos sindicales vieron crecer a su lado, muchas veces en competencia feroz, una camada de nuevos actores integrados por los perdedores del modelo, los “sin”, aquellos que perdieron el trabajo, la vivienda, la tierra, los derechos. Cada uno por su lado y juntos en los momentos álgidos, conformaron un poderoso torrente capaz de deslegitimar el modelo neoliberal, agostar la gobernabilidad y, en casos extremos, poner en fuga a los más corruptos o incapaces de sus gobernantes. Tres presidentes decapitados por la movilización popular en Ecuador y dos en Bolivia, son apenas una muestra de una capacidad destituyente que fue una de las corrientes que abrieron nuevos rumbos en la región.
La otra se nutrió de este impulso plebeyo pero trabajó más cómoda en el conjunto de instituciones que fueron siendo capturadas por las fuerzas políticas progresistas. Primero a escala local, luego regional y finalmente nacional. En el terreno de los partidos, también puede hablarse, como en los movimientos, de “vieja” y “nueva” izquierda. Alianza País en Ecuador, el Movimiento al Socialismo en Bolivia y el Partido Socialista Unificado en Venezuela, son muestras palpables del desfondamiento de un sistema partidos que hacía agua por los cuatro costados desde hacía demasiado tiempo. Otros, como el brasileño PT, el Frente Amplio uruguayo y Tekojojá en Paraguay, se incrustaron en el sistema político tradicional aportando fuertes dosis de renovación.
Todo indica, empero, que estamos al final de un ciclo. Los partidos que asumen la administración del aparato estatal son remodelados por el ejercicio de esa función. Los movimientos, pasado cierto tiempo, se convierten en organizaciones limando sus aristas más insumisas. De hecho, hoy algunos de los principales análisis se focalizan en intentar comprender estos cambios dentro de las fuerzas que propiciaron los cambios.
En Brasil, quizá el país donde más amplia y profundamente se están debatiendo los nuevos tiempos, el sociólogo Francisco de Oliveira acuñó el concepto de “hegemonía al revés” para describir el fenómeno por el cual el gobierno del PT gobierna para el capital financiero y las multinacionales verdeamarelhas[5]. En su libro “Lulismo” el sociólogo Rudá Ricci busca indagar los cambios en las bases sociales del PT y el ascenso de las nuevas clases medias como clave de bóveda de la popularidad de Lula[6]. “El nuevo topo”, de Emir Sader[7], “Política salvaje” del boliviano Luis Tapia[8] y “Cambio de Epoca. Movimientos sociales y Poder Político” de Maristella Svampa[9], son algunos de los títulos recientes que buscan bucear en las complejidades de lo que algunos denominan “pos neoliberalismo”.
A lo anterior debe sumarse, sin duda, el reposicionamiento de los Estados Unidos, lo que Atilio Borón define como “las diversas ofensivas destituyentes en curso en la región”, que incluye la proliferación de bases militares en Colombia y Panamá, el golpe de Estado en Honduras y la creciente militarización de sus relaciones con el resto del continente que supone la reactivación de la IV Flota y la intervención unilateral en Haití[10]. Más recientemente y de la mano del ex presidente colombiano Alvaro Uribe, parece querer aflorar un polo derechista integrado por Chile, Perú y Colombia, como se insinuó en el encuentro mantenido en diciembre en Santiago con el apoyo del Nóbel Mario Vargas Llosa y del español José María Aznar.
Si es cierto que los partidos progresistas y los movimientos sociales, están atravesando mutaciones de larga duración que las inhiben como fuerzas capaces de profundizar los cambios en curso, el progresismo puede estar ingresando en una etapa de estancamiento que preludie su retroceso. En buena parte de la región las izquierdas llevan ya dos décadas gestionando partes del aparato estatal. La razón de Estado juega su papel. Así como la presencia del progresismo modifica aspectos del hacer estatal, el manejo de ese aparato modifica también a quien lo ocupa. No se trata de cuestiones éticas, que las hay como las que señala Frei Betto en su libro “La mosca azul”[11], en el que analiza su paso por el Estado.
El problema es de otro tipo: el Estado existe para conservar, sobre todo al propio Estado. Por eso, si no existen fuerzas externas (como los partidos y los movimientos) capaces de ejercer presión, la tendencia conservadora termina por imponerse. El caso de Chile, donde veinte años de Concertación dieron paso al primer gobierno de la derecha luego de la dictadura pinochetista, puede servir de ejemplo y espejo donde mirarse.
Los movimientos, por su parte, han estabilizado sus equipos dirigentes, crearon un grupo de personas especializadas en dirigir más que en hacer, aparecieron jerarquías, presupuestos para sostener dirigentes y oficinas bien equipadas. No se trata de juzgar sino de comprender. La vida tiene ciclos, períodos de crecimiento, estabilización y declive, de los que no es posible escapar. Y es muy probable que los movimientos que nacieron hace dos o tres décadas hayan cumplido su etapa como gestores e impulsores de los cambios, dando paso a una realidad bien diferente en la cual no pueden sino primar las tendencias a la estabilidad.
La segunda década del siglo XXI se inicia cuando la crisis financiera y económica del mundo desarrollado amenaza con convertirse en crisis política. En esta década habrá más cambios en la región: algo sucederá en Cuba que introducirá cambios profundos en el régimen, algo más sucederá en Estados Unidos que influirá en todas partes, y algo más también pasará en algunos países sudamericanos que pueden contribuir a modificar los equilibrios. En este último caso, los candidatos son Venezuela y Argentina, por ese orden.
Habrá, fuera de duda, situaciones de caos y amenazas a la estabilidad, incluyendo intentos de golpes de Estado y diversos modos de desestabilización. Nada nuevo, por cierto. Lo que sí es nuevo, como quedó demostrado en Ecuador, es la división en el campo de las izquierdas, y la menor capacidad de movilización de los movimientos. Aunque nadie lo buscó, ambas son también el resultado de una década de gobiernos progresistas.
Raúl Zibechi es analista internacional del semanario Brecha de Montevideo, docente e investigador sobre movimientos sociales en la Multiversidad Franciscana de América Latina, y asesor a varios grupos sociales. Escribe cada mes para el Programa de las Américas (
www.cipamericas.org/es).Redación: Laura Carlsen
Recursos
Atilio Borón, “La coyuntura geopolítica de América Latina y el Caribe en 2010”, en Cuba Debate, 14 de diciembre de 2010.
Emir Sader, “El nuevo topo”, Siglo XXI, 2008.
Francisco de Oliveira, “Hegemonia as avessas”, Boitempo, 2010.
Frei Betto, “A mosca azul – reflexão sobre o poder”, Editora Rocco, 2006.
Luis Tapia, “Política salvaje”, Clacso/Muela del Diablo, 2009
Maristella Svampa, “Cambio de Epoca. Movimientos sociales y Poder Político”, Siglo XXI, 2009.
Rudá Ricci, “Lulismo”, Contraponto, 2010.
[2] Foreign Policy, 7 de octubre de 2009.
[3] Boletín del Laboratorio Europeo de Anticipación Política, Geab No. 43, 18 de marzo de 2010.
[4] La Nación, 12 de mayo de 2010.
[5] “Hegemonia as avessas”, Boitempo, 2010.
[6] Contraponto, 2010.
[7] Siglo XXI, 2008.
[8] Clacso/Muela del Diablo, 2009.
[9] Siglo XXI, 2009.
[10] “La coyuntura geopolítica de América Latina y el Caribe en 2010”, en Cuba Debate, 14 de diciembre de 2010.
[11] “A mosca azul”, ob. cit..