Fuente: La Jornada
La lucha entre la guerrilla y el Estado fue una verdadera guerra de clases en Colombia. El joven campesino liberal Pedro Marín se convirtió en Manuel Marulanda cuando la violencia, iniciada con el asesinato del jefe del Partido Liberal Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, lo forzó a huir al monte para salvar la vida.
El Bogotazo, el levantamiento popular urbano en respuesta al crimen, fue el epicentro de una guerra entre conservadores y liberales que en 10 años segó la vida de 200 mil colombianos.
Los campesinas pobres no fueron incluidos en el Frente Nacional que en 1958 selló la paz entre el poder conservador y los “doctores” liberales de las ciudades, porque la guerra se hizo para robarles la tierra y desorganizarlos como clase. Para sobrevivir se convirtieron en guerrilleros, crearon autodefensas y, con el tiempo y los desengaños, se hicieron comunistas. De esas confluencias nacieron las FARC en 1966, abriendo una nueva etapa en las luchas campesinas.
Fracasadas las ofensivas militares y ante la expansión territorial de las organizaciones armadas, se abrieron dos momentos de negociaciones. Bajo la presidencia de Belisario Betancur (1982-1986) hubo una tregua en el marco de la cual nació la Unión Patriótica, en 1985, en la que se incluyó el Partido Comunista. La nueva fuerza consiguió cinco senadores, 14 diputados y 23 alcaldes, pero en los años siguientes fue prácticamente exterminada por paramilitares, militares y narcotraficantes. Cayeron asesinados 13 diputados, 70 concejales, 11 alcaldes y varios miles de militantes. Durante el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) se creó una “zona de distensión” en el río Caguán, que abarcó cuatro municipios y 42 mil kilómetros cuadrados. En paralelo, el gobierno firmó en 1999 el Plan Colombia con Estados Unidos, que subordinó la política de Pastrana y lo inclinó hacia la reanudación de la guerra.
En esta ocasión, todo indica que el acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, con la posibilidad explícita de “la dejación de las armas”, puede poner fin a la guerra. Es posible que el otro grupo armado, el ELN, se incorpore a las negociaciones.
La nueva relación de fuerzas en Colombia, la región y el mundo hacen posible que se llegue al fin de una guerra de 60 años.
Lo primero es que la sociedad colombiana ha cambiado profundamente en este medio siglo. Se trata de una población mayoritariamente urbana, cuya principal demanda no es tierra, sino vivienda, que desea el fin del conflicto y participa en movimientos sociales que están impactando en las principales ciudades, donde ya no gobiernan ni los conservadores ni los liberales. Lo segundo es que las clases dominantes, cuya mejor expresión en estos momentos es el presidente Santos, acumulan ahora en torno al modelo extractivo (hidrocarburos, minería y monocultivos), ya no mediante el expolio al campesino. El mapa del extractivismo es el del conflicto armado. Dedicar una parte del gigantesco presupuesto de la guerra a obras de infraestructura es urgente para lubricar el flujo de commodities y seguir atrayendo inversiones.
El fin del conflicto visibiliza otra guerra: la de las multinacionales contra los pueblos. La Constitución de 1991 reconoce los territorios ancestrales de indígenas y afrodescendientes bajo el nombre de “resguardos”. Se han creado más de 600 resguardos indígenas que ocupan un tercio del territorio colombiano y son las zonas de expansión del extractivismo. La tercera cuestión es el cambio en la relación de fuerzas. Las fuerzas armadas colombianas se han fortalecido y tienen una elevada capacidad de combate. Las FARC se han debilitado, no pueden ganar en el terreno militar y perdieron legitimidad. Los cambios económicos, culturales y sociales trasladaron el eje de la conflictividad social a las ciudades. En las áreas rurales las FARC se enemistaron con los indígenas, que son la principal fuerza que resiste el modelo extractivo. La cuarta son los nuevos vientos geopolíticos. Los países sudamericanos no quieren conflictos. Venezuela está más preocupada por enderezar su economía. Brasil tiende puentes al empresariado colombiano y Brasilia busca consolidar la presencia de Bogotá en la Unasur. Los países del Mercosur, que puede ampliarse con Bolivia y Ecuador, apuestan a ganar la competencia económica con los que integran la Alianza del Pacífico (México, Chile, Perú y Colombia).
Estados Unidos está reposicionando sus fuerzas armadas en el Pacífico para contener a China y no parece en condiciones de abrir nuevos escenarios bélicos en otras partes del mundo. Es posible que la Alianza del Pacífico, asentada en los TLC bilaterales, comience a tener un papel más activo en la diplomacia estadunidense que el Plan Colombia, sin llegar a suplantarlo como “solución final” a su declive hegemónico. Dependerá de quién ocupe la Casa Blanca en enero.
Por último, debe entenderse que el principal enemigo de Santos no es ni Hugo Chávez ni las FARC, sino Álvaro Uribe. Así como los militares se empeñaron en boicotear los procesos de paz anteriores, Uribe necesita la guerra para mantenerse a flote. Santos tiene, como señala Alfredo Molano en un exclente artículo titulado El tatequieto (El Espectador, 1º de setiembre de 2012), un argumento demoledor: enviarlo en un avión de la DEA hacia Estados Unidos.
Para los movimientos, el fin de la guerra no es la paz, sino la continuación de la lucha en un escenario más favorable. En pleno conflicto, afrontando represión y muerte, fueron capaces de realizar grandes movilizaciones, como la Minga Social y Comunitaria de 2008, impulsada por las comunidades nasa del Cauca, y de poner en pie el Congreso de los Pueblos, donde confluyen múltiples colectivos. Ahora se preparan para seguir “caminando la palabra”, defendiendo sus territorios de las multinacionales. Se avecina la “paz del extractivismo”, y con ella un nuevo ciclo de luchas de los de abajo.