(IPS) – El ejército de Haití, famoso por su brutalidad, fue disuelto en 1995. Sin embargo, paramilitares armados y uniformados ocupan hoy antiguas bases de esa fuerza.
El presidente de Haití, Michel Martelly, que ha prometido restaurar el ejército, no solicitó el desalojo de los paramilitares ni a la policía ni a las tropas de la Misión de Estabilización de la Organización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah).
Puesto que la historia de los paramilitares haitianos está caracterizada por una violenta oposición a la democracia, el plan de Martelly “solo puede conducir a más sufrimiento”, afirma Jeb Sprague en su libro “Paramilitarism and the Assault on Democracy in Haiti” (Paramilitarismo y asalto a la democracia en Haití), publicado en agosto en Estados Unidos por Monthly Review Press.
El papel de las fuerzas armadas y de los paramilitares en Haití ha recibido muy poca atención académica y de los medios de comunicación, dice Sprague, aspirante a un doctorado en sociología de la estadounidense Universidad de California, en Santa Bárbara. Él espera llenar en parte ese vacío con su libro.
Para redactar este trabajo, Sprague investigó por más de seis años, viajó varias veces a Haití, obtuvo unos 11.000 documentos del Departamento de Estado (cancillería) de Estados Unidos mediante la Ley de Libertad de Información, entrevistó a más de 50 personas, revisó archivos de Wikileaks y estudió fuentes secundarias.
El autor es un académico, pero no intenta ser neutral. Y se manifiesta sin complejos a favor del derecho del pueblo haitiano a controlar su destino.
Para apoyar su relato, Sprague incluyó 100 páginas de referencias y notas al pie.
“Sé que habrá críticas”, dijo a IPS. “Quise contar con una gran cantidad de información para respaldar lo que digo, y evitar que sea visto como conjeturas o rumores”.
Sprague transporta al lector al “venenoso regalo” que Estados Unidos entregó a Haití durante la ocupación que se prolongó entre 1915 y 1934: un ejército “que continuaría la ocupación mucho después de que las tropas de ese país se hubieran ido”, sostiene el libro.
Así, los “marines” (infantes de marina) crearon un ejército “subordinado a los intereses de Estados Unidos, de la burguesía y de los terratenientes”.
Sprague recuerda que durante las dictaduras de François Duvalier y de su hijo, Jean-Claude (1957-1986), Washington consideraba al ejército haitiano un “baluarte” de la lucha contra el comunismo.
También analiza la relación “incestuosa” entre los militares y los Tonton Macoute, las milicias armadas e ilegales creadas por François Duvalier, cuyo propósito era “extorsionar y atacar a los críticos del gobierno, actuando como una policía secreta”.
Después de los Duvalier, las fuerzas paramilitares continuaron ejerciendo la violencia. En 1988, hombres armados intentaron sin éxito asesinar al sacerdote católico y activista Jean-Bertrand Aristide, cuya popularidad iba en aumento. Trece personas murieron y 80 resultaron heridas en ese ataque.
Los pistoleros no actuaron solos. Sprague vincula a esos paramilitares con un ex Tonton Macoute, entrenado en la Escuela de las Américas, al alcalde de Puerto Príncipe y a ricos empresarios haitianos.
A lo largo del libro, Sprague expone esas relaciones entre las fuerzas paramilitares, que cometen abiertos actos de violencia, y fuerzas a menudo ocultas de la riqueza y del poder político nacional e internacional, que las apoyan.
En 1991, Aristide se convirtió en el primer presidente democráticamente elegido de Haití, pero el ejército lo derrocó menos de ocho meses después de investido en el cargo.
El ejército no actuó solo. Sprague sostiene que también estuvieron vinculados en el golpe de Estado las elites haitianas, autoridades de Santo Domingo (la capital de la vecina República Dominicana), Washington, París y “hasta el Vaticano”.
En 1994, el entonces presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, y unos 20.000 marines regresaron a su puesto a Aristide, quien pasó a presidir un gobierno debilitado por los términos acordados para su retorno, en particular un pacto para reducir drásticamente los aranceles a la importación de arroz, un duro golpe a la economía rural de Haití.
Aristide disolvió el ejército en 1995, en un acto celebrado por las masas, pero repudiado hasta el día de hoy por los exmilitares.
Mas la disolución del ejército no libró al país del militarismo. Pocos soldados entregaron sus armas, y muchos huyeron a República Dominicana.
Otros se incorporaron a la fuerza policial. Washington aprovechó la situación y trasladó reclutas haitianos para entrenarlos en el estado de Missouri, en el medio-oeste de Estados Unidos.
Sprague cita en su libro a Ira Kurzban, consejero legal de Aristide, quien visitó el fuerte Leonard Wood, en Missouri.
“Cuando llegamos a la base (…) lo primero que vimos fue una unidad de inteligencia del ejército”, dice Kurzban en un correo electrónico dirigido a Sprague.
“Más tarde supimos que el proceso de infiltración se inició en el fuerte Leonard Wood, y que la idea de la inteligencia estadounidense era seleccionar (o empujar) a algunas personas que ellos creían ocuparían puestos de dirección en la policía, corromperlas y tenerlas a disposición del gobierno de Estados Unidos”.
Una contribución singular del libro es un análisis detallado sobre el papel que jugó República Dominicana en apoyo de los paramilitares haitianos.
En 2000, meses antes de que Aristide comenzara su segundo mandato, los paramilitares intentaron un golpe de Estado que fracasó. Los responsables huyeron al país vecino. Haití solicitó su retorno, pero las autoridades dominicanas se negaron.
En los siguientes años, el territorio dominicano fue refugio seguro para los grupos paramilitares, que hacían incursiones criminales en Haití.
Ni Washington ni la Organización de los Estados Americanos “ejercieron presión sobre el gobierno dominicano para detener (…) esas parrandas transfronterizas de asesinatos”, dijo Sprague a IPS.
Durante este período, Washington financiaba a partidos de la oposición que se reunían con los paramilitares en territorio dominicano.
Medios de comunicación parcializados también apoyaban a los paramilitares y a sus aliados. Las protestas opositoras no reunían más que unos cientos de personas y su repercusión dependía de la cobertura de la prensa. Mientras el gobernante partido Fanmi Lavalas “podía movilizar a grandes multitudes (…), de ellas solo informaban pequeños medios locales y estatales”.
Los paramilitares se dedicaron a atacar y destruir comisarías de todo el país para tomar el control de una serie de ciudades y pueblos. Pero fueron agentes estadounidenses los que, en la madrugada del 29 de febrero de 2004, retiraron a Aristide de su cargo y lo pusieron en un avión rumbo a un exilio de siete años, que concluyó en marzo de 2011.
Con Aristide fuera, los paramilitares asumieron nuevos roles. “En marzo de 2004”, escribe Sprague, “una intensa campaña paramilitar se lanzó sobre las masivas movilizaciones antigolpistas, encabezadas por la población pobre”.
Mientras, Estados Unidos, Francia y Canadá pusieron en funciones una administración civil. “Su prioridad era estabilizar el país y asegurarlo como plataforma para el libre flujo del capital internacional”, dice Sprague.
La postura de Washington hacia los paramilitares era incoherente. Poco después del golpe, el embajador estadounidense James Foley se expresó a su favor en una emisora haitiana, pero más tarde debió reconocer que los exmilitares acabarían debilitando al gobierno.
Unos 400 paramilitares se han integrado a la policía tras el golpe de 2004. La pequeña fuerza policial haitiana debe actuar, con dificultades, junto a varios miles de efectivos de la Minustah, que se estableció en el país caribeño unos meses después del derrocamiento de Aristide.
Hoy, sostiene Sprague, “bajo la enorme presencia de las Naciones Unidas, el país se ve forzado a una nueva ‘normalidad’. Tras el terrible terremoto de enero de 2010, el regreso de Jean-Claude Duvalier y la controvertida elección de Martelly (…), los exmilitares y paramilitares han ganado más espacio”.
“Muchos neoduvalieristas y exmilitares derechistas ocupan puestos clave en tareas de seguridad para el gobierno”, sostiene el autor.
Y Martelly intenta revivir el ejército, pero afirmando que “no se trata de militares”. “Les dan un nuevo nombre, fuerza pública de seguridad”, señaló Sprague a IPS. Como en el pasado, “las elites buscan el ingrediente correcto para seguir ejerciendo el control”.